sábado, 24 de junio de 2017

Nuestra cita cotidiana

Las bondades del ajo.
Un alemán que participaba en el Programa de Intercambio de Alumnos  que yo coordinaba, me dijo con vivo reproche:
-          ¡Siempre hay toneladas de ajos en tu cocina. Me has hecho adicto y tengo el mono. ¡Ahora mis espaguetis perderán exquisitez!
-          Tiene fácil solución, vas al Rialto y les pides una cabeza de mi parte.
Yo estaba ocupado; con  docencia e investigación centrados en el análisis de los discursos de la actualidad de medios influyentes en África, Europa y Latinoamérica y con la dirección del programa interuniversitario de doctorado sobre el desarrollo local limpio, solidario e identitario en la región.  Era un curro que puedes seguir en http://agora.ulpgc.es/  , la web que la Universidad de Las Palmas me conserva, pese al tiempo transcurrido desde mi jubilación. Trabajaba con citas cotidianas, también en el cyber, como ahora. Por otra parte no me seducen  unos espaguetis con una salsa de tomate natural, “porque es barato”, al que se le añade una lata de tomate frito, “para darle gusto”
Wolfgang, el alemán que me llegó entre los alumn@s de la Universidad de París 8, prefería pasar del ajo a invertir cinco minutos en ir a buscarlo.
Cierto que la responsable de Relaciones Internacionales de la Universidad de París III consideraba que este hombre no volvería a Paris, daba por hecho que el regreso a su tierra natal era imposible;  ya era “más canario que el gofio”.
La cocina canaria lleva ajo, sin embargo. En el archipiélago y en Cuba dan exquisitez al condimento. No pienso que ésta llegara al paladar de Wolfgang, pero ¿qué importa? Y ¿Qué podía importarme que usara la lata de tomate frito para “dar gusto” a la salsa de tomate natural?
Tenía un amigo que se esforzaba para prepararme una cena. No estaba solo.
Con Sylvie, una amiga gabacha que tenía, la relación era diferente; si no había ajo se buscaba una alternativa o nos íbamos a tomar una copa al Rialto antes de llevarnos la cabeza.
También hablábamos de mi trabajo, ella se había casado con un alto mando francés que había invadido su patria, Argelia. No pudo soportar la metrópoli y dejó los lujos que le ofrecía el ejército invasor.
Llegó a un acuerdo con su marido que le aportó dineros para volver a África con sus hijos. Se instalaron en Dakar; los tres se sentían africanos y vivieron muy a gusto.
Terminaron en Las Palmas y los dineros se iban agotando. Los tres han tenido vidas agitadas y Sylvie vino a refugiarse en mi casa. Todo iba bien hasta que me dí cuenta que su pareja estaba realmente enganchado al caballo.
Aguanté, Sylvie necesitaba sacar pasta para alquilarse un apartamento con su pareja. Tenía sus cuentas bloquedas. No viene al caso dar detalles. Trabajaba de “madame” en el turno de noche, para conseguir el dinero negro que necesitaba.
Me puse histérico. El mozo, buena gente, me asustaba y no me faltaban razones. Defraudé a Sylvie, defraudé a Wolfgang. Me gustaría saber de ambos. Ya es tarde.

Quien se pica ajos come. También podemos aprender y yo creo poder hacerlo por el ajo.

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