martes, 10 de octubre de 2017

Nuestra cita cotidiana

Marat II

En una calle de Roye de cuyo nombre no quiero acordarme, 20 de junio de 1790

Desde el arresto, mi prioridad era la de liberar a Babeuf. Solamente podría lograrlo en París.
Tenía que ir allí y como madre me debía a nuestros hijos. No conseguí conciliar el sueño hasta que no di con la forma de atender mis obligaciones de madre y de esposa cómplice.
Anita y Martín no eran tan avaros o taimados como yo pensaba que lo eran hasta que Babeuf me explicó el papel de los mismos en nuestro romance. De hecho me devolvieron los dineros que me habían sacado en mi “ritual iniciático”  Fue su regalo de boda. Lo conservaba por un extraño presagio. Era mi aportación económica en el ritual. Sentía que no podía recuperar lo dado para ganar el amor que había logrado si quería que continuara el “hechizo”. No toqué ni una pizca de la suma, pese a nuestra crónica falta de liquidez. Tuve que estrujarme el cerebro, pero nuestros hijos nunca pagaron el presagio de una madre enamorada.
Anita y Martín se habían casado unos meses después de mi boda con Babeuf. Se instalaron también en el municipio de Roye, en una pequeña casa rural rodeada de un minúsculo terreno que pudieron alquilar. Con los ahorros de ambos tenían para sobrevivir, comprar una vaca, una cerda, una cabra, una docena de gallinas y un gayo, y para preparar la tierra  para que produjera su pan y la alimentación de los animales. El proyecto había funcionado.
Vinieron a visitarme en la mañana del 23 de mayo. Anita tenía problemas con su embarazo y habían venido a la ciudad para visitar al médico.
Esa era la razón de la visita. Mi presagio lo veía de otra manera. Desde que me había enterado del arresto y de la acusación que pesaba sobre Babeuf me había dado la sensación de entrar en una eternidad. Solamente habían transcurrido dos días y no paraba de pensar cómo conciliar obligaciones que se obstinaban en contraponerse.
Mis visitantes vieron rápidamente el impacto de mi alma atormentada. No se atrevieron a preguntar hasta que yo opté por explicar la situación.
_ ¡Tienes que ir a París!
Era como si ambos se hubieran puesto de acuerdo para gritarme mi certeza.
­ ¿Quién se ocupara de nuestros hijos?
­ ¡Nosotros!
Me hicieron pensar en los coros del teatro griego que dan voz y fuerza al destino.
­Pero… Anita  tiene problemas con su embarazo…
Ya el coro se había apoderado de la escena y de la razón. Una hermana de Anita se había ido a vivir con ellos. Emilio y Catalina Adelaida Sofía estarían muy bien cuidados y alimentados. Yo podría ir con toda tranquilidad a atender el frente de París.
No sé si fue un milagro o la casualidad. Sé que me libré de caer en la locura.
Llegué a París con los dineros que me había devuelto Martín, el 26 de mayo. Encontré un alojamiento lo suficientemente barato para poder quedarme el tiempo necesario para cumplir mi misión. El 27 de mañana ya estaba en el convento de los Jacobinos, sede del grupo más influyente en la Asamblea Constituyente: la Sociedad de los Amigos de la Constitución.
Pese a la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789 y a que los Estados Generales se transformaron Asamblea Nacional y en Asamblea Constituyente, Luis XVI seguía siendo el rey y el que nombraba el gobierno. Estoy convencida de que nadie quería ir más allá de la monarquía constitucional por la que luchara Etienne Marcel.
Carecía de posibilidades de que me escucharan en el palacio de Versalles. Solamente podía  ser escuchada por miembros de la Asamblea, especialmente por los que simpatizaran con las ideas que yo compartía con Babeuf.
La Sociedad de los Amigos de la Revolución acogía a los parlamentarios más influyentes. Era una curiosa mezcla que agrupaba diputados de la nobleza: el conde de Mirabau, el duque de Aiguillon, el conde de Sieyès, diputados del clero y progresistas como Roberspierre.
Había puesto mis esperanzas en el último por su reputación como abogado defensor de “causas perdidas” y porque se había mostrado receptivo a nuestro “Catastro”. Me había traído la amable carta que había dirigido a Babeuf con ocasión de la publicación.
Todos mis esfuerzos fueron inútiles. Era consciente de los desvelos de unos parlamentarios que tenían que moverse en la calle, en el hemiciclo, en la corte y en el grupo parlamentario tan diverso al que he aludido. Babeuf no tenía que seguir encerrado un minuto más.
De nuevo ocurrió esa casualidad que llega cuando estoy a punto de ahogarme. El Club de los Cordolieros se acababa de fundar el 27 de abril, reunía, en el comedor del antiguo convento franciscano cordelero de París, a los sans- culottes y recriminaban la proclamación de la República.
¿Por qué no se me había ocurrido antes? Otra vez el ritual iniciático. Había perdido la fe, pero mantenía la creencia de que las conquistas de nuestras metas requieren una preparación y tienen un coste.
­Me comprometo a liberar a su esposo, señora. Usted ha logrado convencerme de que esa sea la prioridad de mi grupo.
Creí en mis entrañas el compromiso de Marat y no me equivocaba, el 29 de junio, nuestro defensor anunció:
­Babeuf no solamente será libre. Será la estrella de la Fiesta de la Confederación, el próximo 14 de Julio. Ya puedes volver a cuidar de tus hijos, compañera.
Me fui. Sabía que había cumplido mi tarea y confieso que necesitaba ver a mis hijos, pero la realidad era la imperiosa necesidad de que Babeuf desconociera mi intervención para que uniéramos a Marat a nuestra causa.

No lo conseguí por mucho tiempo.

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