Insinué para intentar sacar al
cura de su deleite.
—Esquilache era amigo de la Orden.
Dijo el cura.
Julia y yo guardamos silencio
inexpresivo.
Sabíamos cosas, aunque ya no
estábamos interesados en los “poderes de
origen divino”
Nuestro invitado aprovechaba para
saborear y para calcular.
—Pediría el favor de que las
recetas estén redactadas de forma que este pobre pecador pueda explicarlo a la
cocinera.
El disfrute no está reñido con la
táctica en una “orden” militar y así lo dejó bien claro el jesuita.
—El duque de Choisel no solamente
manda en Francia. Hay personajes en Madrid que odian a reformistas como
Ensenada o Esquilache: el duque de Alba, Roda y el padre confesor. Si la reina
Isabel de Farnesio estuviera aún viva sería de la partida. Todos los intentos
que hicieron para conseguir nuestra expulsión toparon con los acertados
consejos del siciliano.
Nuevo y pesado silencio.
El fraile se abanicaba y daba a
entender que carecía de prisa.
—Lástima que en los pocos días
que me quedan de estancia en Las Palmas tenga tantos compromisos…
Añadió con tino.
—Asististeis a los funerales de doña Amalia…
Silencio cortó; nuestro
interlocutor tenía artillería preparada. Visteis varias veces al regio viudo.
Claro, todo de “tapadillo”, formabais parte de la multitud.
No creo que Julia se extrañara de
que esa gente nada, por insignificante que parezca, deja escapar.
Ninguno de los dos éramos ajenos
al peligro de la advertencia.
—A nosotros nos divierte el Candide de Voltaire.
Dije con la esperanza de que mi
provocación pudiera sacarnos de apuros.
Su respuesta me convenció de mi
equivocación:
— ¿Crees que si los salvajes se
hubieran comido a los jesuitas habría cambiado algo?
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