Nunca me he creído ese cuento; mis padres y mi hermano eran
guapos y, a su lado, mi hermana y yo éramos feos, pero ésta, la mayor, era
considerada la inteligente. Lo tenía asumido y nunca concebí la esperanza de
ser un cisne.
Me refugiaba en la escritura, con una letra horrorosa, el resultado
de una rebeldía de la que siquiera podía intuir la causa. Me castigaban a
páginas y páginas de caligrafía y el resultado, como cualquiera puede comprobar
cuando tengo que escribir a mano, no resultó.
Mis hermanos descubrían siempre mis escritos y los
recitaban, lo recuerdo muy bien, teníamos una terraza de estilo árabe, con
preciosos azulejos de colores azules y amarillos. Allí machacaban, con sus
carcajadas, lo que yo consideraba mi intimidad y, luego, me llamaban “cascarrabias”,
porque sacaba mi mala leche.
Pasaron los años y un día que había ido a visitar a una de
mis tías maternas, gravemente enferma, ésta se me quedó mirando un rato y me
sorprendió
-No eres tan feo como creíamos todos.
Guardó unos momentos de silencio y añadió
_Te veo hasta guapo…
No la creí, pero, en el fondo…
Pasaron los años y, en efecto, no era feo, en todo caso, no
ha sido un trauma para mí; tampoco lo ha sido la mala letra. Sigo siendo rebelde y poco a poco, voy descubriendo la
causa,¡ ya era hora, a los 70! Nunca me he sentido fascinado por los cisnes,
sin embargo, soy más sensible a los burros. Hay uno atado, en un prado junto a
mi casa. Cuando nos ve llegar, cada día,
a mi mascota, Julen y a mí, viene a nuestro
encuentro, pausadamente, pero seguro. Se queda un rato con nosotros, aun
después de comerse el pan que le hemos llevado.