Argimiro
A mis 77 recuerdo, con mucha
nostalgia, un personaje que nos contaba sus vivencias en La Pampa. Estábamos en
Riaño de Valdebezana, un pueblecito muy pobre de la provincia de Burgos. Mis
hermanos y yo solamente veníamos los veranos, “para respirar aire puro”, como
decía mi padre. Mi familia vivía en Santurtzi, “bonita aldea”; presumía todo el
mundo. El aire, allí, no era tan puro: en la margen izquierda del Nervión se
concentraban fábricas contaminantes.
Gimiro, como se le llamaba en
el pueblo, se había ido a Argentina, con unos tíos; tenía 6 años y era
huérfano. Se fueron a la Pampa. Llegaron en plena “Conquista del Desierto”,
como llamaban allí a la exterminación de los aborígenes de unas tierras ricas.
―Yo, al principio, consideraba
que se trataba de una guerra justa.
Contaba Gimiro con emoción mal
contenida.
Allí estábamos todos los niños
del pueblo, sentados en el suelo, alrededor de nuestro anfitrión. Éramos
solamente seis. El pueblo era muy pequeño y tenía baja tasa de fecundidad.
Escuchábamos atónitos, sorprendidos y aturdidos.
No tuvimos que esperar mucho
para salir de nuestra frustración; nuestro interlocutor estaba tan impaciente
como nosotros y nos soltó cual rayo.
―Fuimos capturados por los
mapuches. Nos trataban bien; ellos son más inteligentes que los conquistadores.
Querían aprender de nosotros y, al mismo tiempo, enseñarnos. ¡Nunca he sido tan
feliz! Ellos tenían sus búfalos, nosotros tres vacas y un toro. ¿Sabíais que la
leche de búfala es más sana y mejor que la vacuna?
Ninguno de nosotros podía
opinar. Él sí:
―También la carne es más sana;
tiene más hierro y otros minerales y genera mucho menos colesterol.
―¿Por qué no se crían aquí?
Preguntaba Tonio, el hijo de
Consuelo y Sebio. La primera era prima segunda de mi madre.
―¿En este pueblo?
Gimiro respondía en una
carcajada irónica que molestó a todos.
Sebio era el presidente del
pueblo. El bastón de mando pasaba de casa en casa cada tres años. El mando
estaba ejercido por un triunvirato: el precedente, el actual y el sucesor. Cada
semana se reunía el concejo en el pórtico de la iglesia. Cuando había alguna
emergencia se convocaba uno extraordinario. La pequeña y pobre aldea se las
había arreglado para traer la electricidad. Talaron y sembraron robles y
crearon el “Propio”, un terreno comunal que obtuvieron de los pastos comunales
cercanos. El objeto era pagar, con la producción, el préstamo que había logrado
el padre de Tonio, para pagar el cableado.
Nuestros argumentos agudizaban
las carcajadas despectivas del anfitrión.
Nos fuimos en muestra clara de
nuestro rechazo.
Sebio escuchó nuestra
irritación con mucha calma. Con unas pacas palabras nos apaciguó:
―Este hombre sufrió en sus
propias carnes las consecuencias de la avaricia de los conquistadores. Primero
se la inculcaron. Después comprendió el planteamiento de las víctimas. La Pampa
es muy rica y los indios sobraban. Los búfalos eran su alimento, así que fueron
objetivo, como las tribus.
―¿Y por qué odia a Riaño?
Hice esa pregunta con
demasiada saña. Sebio me lo reprochó, a su manera, tan tolerante.
―También aquí fuimos víctimas
de la Guerra Civil. Allí ―señaló el monte de La Maza― italianos y franquistas
cometieron los crímenes más aberrantes que se pueda imaginar. En Riaño había
rojos y franquistas. Los primeros fueron denunciados por sus propios vecinos.
Había mucho odio cuando volvió Gimiro asqueado por los crímenes en su
tierra de adopción. Esta es la razón por la que decidió encerrarse en la casa
que le habían dejado sus padres. Desde entonces, vive de la venta de las pocas
tierras que formaban parte de su patrimonio. Ironía, este hombre es víctima de
los usureros.
El padre de Tonio, en su
sabiduría autodidacta, no dio nombres. Todos sabíamos, sin embargo, quiénes
eran: los propietarios de las dos cantinas ―tiendas, que había en el pueblo.
Fiaban hasta que les parecía tener derecho a una finca más de las que habían
arrebatado al “cuatrero”, como llamaban a su víctima.
Todo aclarado, cada día
íbamos a pasar un buen rato con ese viejo que no nos parecía ya tan loco.
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