sábado, 24 de junio de 2023

Un cuento breve: Argimiro

 

Argimiro

A mis 77 recuerdo, con mucha nostalgia, un personaje que nos contaba sus vivencias en La Pampa. Estábamos en Riaño de Valdebezana, un pueblecito muy pobre de la provincia de Burgos. Mis hermanos y yo solamente veníamos los veranos, “para respirar aire puro”, como decía mi padre. Mi familia vivía en Santurtzi, “bonita aldea”; presumía todo el mundo. El aire, allí, no era tan puro: en la margen izquierda del Nervión se concentraban fábricas contaminantes.

Gimiro, como se le llamaba en el pueblo, se había ido a Argentina, con unos tíos; tenía 6 años y era huérfano. Se fueron a la Pampa. Llegaron en plena “Conquista del Desierto”, como llamaban allí a la exterminación de los aborígenes de unas tierras ricas.

―Yo, al principio, consideraba que se trataba de una guerra justa.

Contaba Gimiro con emoción mal contenida.

Allí estábamos todos los niños del pueblo, sentados en el suelo, alrededor de nuestro anfitrión. Éramos solamente seis. El pueblo era muy pequeño y tenía baja tasa de fecundidad. Escuchábamos atónitos, sorprendidos y aturdidos.

No tuvimos que esperar mucho para salir de nuestra frustración; nuestro interlocutor estaba tan impaciente como nosotros y nos soltó cual rayo.

―Fuimos capturados por los mapuches. Nos trataban bien; ellos son más inteligentes que los conquistadores. Querían aprender de nosotros y, al mismo tiempo, enseñarnos. ¡Nunca he sido tan feliz! Ellos tenían sus búfalos, nosotros tres vacas y un toro. ¿Sabíais que la leche de búfala es más sana y mejor que la vacuna?

Ninguno de nosotros podía opinar. Él sí:

―También la carne es más sana; tiene más hierro y otros minerales y genera mucho menos colesterol.

―¿Por qué no se crían aquí?

Preguntaba Tonio, el hijo de Consuelo y Sebio. La primera era prima segunda de mi madre.

―¿En este pueblo?

Gimiro respondía en una carcajada irónica que molestó a todos.

Sebio era el presidente del pueblo. El bastón de mando pasaba de casa en casa cada tres años. El mando estaba ejercido por un triunvirato: el precedente, el actual y el sucesor. Cada semana se reunía el concejo en el pórtico de la iglesia. Cuando había alguna emergencia se convocaba uno extraordinario. La pequeña y pobre aldea se las había arreglado para traer la electricidad. Talaron y sembraron robles y crearon el “Propio”, un terreno comunal que obtuvieron de los pastos comunales cercanos. El objeto era pagar, con la producción, el préstamo que había logrado el padre de Tonio, para pagar el cableado.

Nuestros argumentos agudizaban las carcajadas despectivas del anfitrión.

Nos fuimos en muestra clara de nuestro rechazo.

Sebio escuchó nuestra irritación con mucha calma. Con unas pacas palabras nos apaciguó:

―Este hombre sufrió en sus propias carnes las consecuencias de la avaricia de los conquistadores. Primero se la inculcaron. Después comprendió el planteamiento de las víctimas. La Pampa es muy rica y los indios sobraban. Los búfalos eran su alimento, así que fueron objetivo, como las tribus.

―¿Y por qué odia a Riaño?

Hice esa pregunta con demasiada saña. Sebio me lo reprochó, a su manera, tan tolerante.

―También aquí fuimos víctimas de la Guerra Civil. Allí ―señaló el monte de La Maza― italianos y franquistas cometieron los crímenes más aberrantes que se pueda imaginar. En Riaño había rojos y franquistas. Los primeros fueron denunciados por sus propios vecinos. Había mucho odio cuando volvió Gimiro asqueado por los crímenes en su tierra de adopción. Esta es la razón por la que decidió encerrarse en la casa que le habían dejado sus padres. Desde entonces, vive de la venta de las pocas tierras que formaban parte de su patrimonio. Ironía, este hombre es víctima de los usureros.

El padre de Tonio, en su sabiduría autodidacta, no dio nombres. Todos sabíamos, sin embargo, quiénes eran: los propietarios de las dos cantinas ―tiendas, que había en el pueblo. Fiaban hasta que les parecía tener derecho a una finca más de las que habían arrebatado al “cuatrero”, como llamaban a su víctima.

 Todo aclarado, cada día íbamos a pasar un buen rato con ese viejo que no nos parecía ya tan loco.

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