domingo, 19 de febrero de 2017

Nuestra cita cotidiana

La tía Juani
Era época de vacas flacas cuando decidimos ir a Lille mi hermana, una amiga de ella llamada Maite y yo. Todo el mundo aportó lo que buenamente podía y en algunos casos lo que tenía. Mis padres lo dieron todo.
_             Hemos salido adelante con menos. ¿Os ha faltado algo?_ Dijo mi padre cuando nos daba todo lo que tenía en el andén de la estación de Hendaya, a donde nos había llevado en su tartana.
Antes nos había hecho reír cuando un aduanero de había empechado en requisar el excedente de reservas que nos había comprado para una buena temporada.
_             Somos emigrantes. Usted no tiene que irse porque tiene trabajo aquí. Ya nos gustaría ya _ guardó unos segundos de silencio para que nuestras caras de pena y sus palabras surtieran efecto _Es el regalo de vecin@s y familiares para que estos chicos aguanten hasta encontrar trabajo…
No necesitó más, el aduanero era un buen hombre y la tartana ayudaba. Yo creo que era uno de esos franceses que se sentían avergonzados del Pacto de Múnich.
Sí es cierto que lo que llevábamos era producto de un esfuerzo colectivo. Mi hermano no pudo intervenir mucho. Estaba terminando las prácticas para ser piloto de Marina Mercante. Mi padre estaba metido en la construcción de un pabellón industrial que había conseguido en los terrenos del puerto, en precario, gracias a la intervención de la condesa de Ruiseñada. Era una buena inversión y el momento de hacerlo. Lo que nos compró y dio era toda la liquidez que tenía.
La tía Juani hizo el resto del “milagro”. Tenía una pequeña mercería con la que sobrevivían ella y sus hijos. Nos proveyó de ropa para una buena temporada. Nos dio lo que pudo e hizo algo más: recogió cosas de valor de personas modestas que apoyaban el proyecto: reunió monedas y hasta un rosario de plata que sus donantes guardaban como oro en paño.
Recuerdo aún los nombres: Encarna, Mercedes la Manca…
Me querían y las quería. Con mi tía Juani era especial. Encontró un novio Martin, que la permitía salir de nuestra casa: no se llevaba bien con mi padre; también le tenía miedo. Aún no había nacido. Sé que tuvo que esperar a la puerta de la iglesia un buen rato para que se presentara su futuro marido.
Dura humillación que muy pocas habrían soportado y las que lo hacían eran mal vistas. El matrimonio parecía ir bien. Tuvieron tres hijos: Martinchu, Fernando y Julita. Todo el mundo sabía que el marido tenía querida, hasta yo, que era un niño.
El primer grave problema surgió pronto. Martin trabajaba para su empresa familiar que se dedicaba al transporte, producción de alquitrán y otras cosas. Vivían bien, recuerdo que tenían una criada con cofia que lucía los nichos por el parque.
Martín murió en accidente de trabajo, el mayor de los hijos tenía seis. No sé si había seguro, sé que no se hizo repartición de bienes, que la familia del difunto se hizo cargo de los gastos del sepelio, que mis padres fueron  ver el cadáver y que la hermana del finado no paraba de ofrecer “vinacha”.
Lo sé, porque le quedó este nombre en mi casa.
Sé que mis primos estaban todo el día con nosotros, porque su madre había puesto una mercería en el portal de su casa, para sobrevivir.
Aquel día Martinchu se quejada de grandes dolores de cabeza. El médico decía que se trataba de excusas para no ir a la escuela. Mi madre decidió que, pese a todo se quedaría en casa.
Al regresar del colegio, estaba en primero de bachillerato, la casa estaba ordenada, pero revuelta. Lo de Martinchu era un derrame cerebral que cundo se descubrió era demasiado tarde.
Todo el ceremonial se desarrolló en casa de “Vinacha” y corrieron con los gastos pero se continúo sin hacer un reparto.
Juan Ángel, un abogado de mi padre, insistía en que había que hacerlo. La tía Juani se negaba; hacerlo le parecía un ultraje a su marido.
Se equivocaba la tía Juani; construyeron cinco edificios. A la tía Juani solamente le quedó un piso y un pequeño local para su mercería. No le importaba, estaba muy atareada por la culpabilización por la muerte de su primogénito. Dedicaba a los que quedaban todo el tiempo libre del que disponía y también estaban en nuestra casa; eran como mis hermanos.
Las desgracias se acumularon sobre la pobre tía Juani: en primer lugar la enfermedad de tiroides que transformó una niña preciosa en fea. Todo se arregló gracias a sinergias y esfuerzos; ahora es guapa.
La culpabilización hizo meya en la tía Juani. Murió muy joven, invadida por un cáncer promovido por un tumor cerebral que los médicos no habían detectado pese a que se manifestaba por bulto y dolores de cabeza que apenas fueron anotados por el especialista.
En San Juan de Luz recordé las cosas que nos había dado y conseguido la tía Juani. Murió unos años después, entonces solamente lamentaba su culpabilización gozaba de  su cariño.
El apartamento 98
Ignoro si fue coincidencia que me atribuyeran este número, Sé que la atribución era una pieza para crear mi lugar de catarsis. Mientras escribo, cocino, escucho las olas, siento el viento y el sol. Después me acercaré, con Julen, a la playa.
Estoy cocinando lentejas extra de La Armucha. Un poco caras, pero aconsejadas por mis fruteros y sepia en su tinta, aconsejada por mis pescaderos. También he comprado, en el mercado Fontana  tres botellas de tinto alicantino Cepas de Baco y una de vino blanco de la misma marca, para cocinar la sepia. Excelentes productos, excelente gancho y simple acogida.
Eso fue ayer. Aún tenía problemas intestinales y me apetecía cacao para tomar con la leche arroz de mi desayuno. En la Fontana no había uno u otros de estos productos. Los encontré en Más y Más, donde han colocado, a las puertas, barreras para amarrar a los perros que permanecen controlados por emplead@ durante la compra.
No me gustan los supermercados, pero en Más y Más me encontré tan arropado como él La Fontana. Me ayudaron a encontrar leche de arroz y cacao ValorCacao a la taza. Esta mañana mis instintivos me han dado tregua.
¿Por qué pensaba en el 98 cuando me subí al tren en San Juan de Luz? Yo huía de España y la pérdida de Cuba y Filipinas no fueron para mí o mi entorno, una desgracia. Es más, siempre he sido muy feliz en mis visitas a la Cuba fidelista.
Yo creo que el 98 para mí era Unamuno, un Unamuno cargado de la “angustia vital” que encontraba en los libros prohibidos, en la España del Nacional Catolicismo. Yo tenía acceso a ellos por amigos de mi padre, e incluso en Pamplona, por mucho que estuviéramos en una universidad del Opus.
La nausea
Ya la había leído en aquel verano de 1965, pero, en el viaje la sentí: los vagones estaban cargados de viajer@s que habían atravesado España en las carracas de entonces, para encontrar trabajo en Europa. Los que embarcábamos en Francia encontrábamos vagones que olían a cuerpos encerrados durante días. No nos pillaba por sorpresa y tampoco debía pillar a los franceses que estaban en nuestra situación. No era el caso: los aspaviento, gritos e insultos eran la causa de mi nausea. Entonces me enteré de que éramos “pingüinos”. ¿Era esta la democracia que con tantas ansias buscábamos?
Pese a todo y a la cara de asco de los gabachos, todos los españoles del compartimiento sacamos lo que teníamos preparado para el viaje, en todos los casos eran las delicias que tenían nuestros allegados como oro en paño.
Pensé en el 98, por Unamuno y por su “África empieza en los Perineos” Me preguntaba si la solución era africanizar España y Europa. No podía responder porque apenas conocía un trocito de España y porque iba a descubrir Europa.
Cábala
Nos instalamos en un hotel modesto cerca de la estación. No recuerdo el nombre, pero sí el de la hija de los dueños y recepcionista; se llamaba Jacqueline. La familia era judía y estoy seguro que seguirá siéndolo.
A los tres días de nuestra llegada ya no nos quedaba con qué pagar el hotel. Pedimos a Jacqueline que nos guardara el equipaje.
_             ¿Se os acabado el dinero? Podéis tomar el desayuno. Lo pago yo. Dais unas vueltas hasta las cinco. Termino mi turno. Después arreglaremos todo. _ Su expresión era tranquilizadora.
Pese a todo dedicamos el tiempo a buscar. Yo visité los periódicos para encontrar a becarios en prácticas. Encontré a Jacques Mahuas, que estaba libre a las cinco. Él y Jacqueline nos alojaron en la residencia de estudiantes de Medicina, pagaríamos cuando tuviéramos trabajo. A mí me lo consiguieron para el día siguiente, en una vinagrería, con la ventaja que el chofer del camión me llevaría y traería y le consiguieron a mi hermana, para un día después, un puesto en el laboratorio de análisis.

Se habían reunido todos los animismos para abrirnos las puertas.

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