Marat
II
En una calle de Roye de cuyo nombre no quiero acordarme, 20 de
junio de 1790
Desde el arresto, mi prioridad era la de liberar a Babeuf.
Solamente podría lograrlo en París.
Tenía que ir allí y como madre me debía a nuestros hijos. No
conseguí conciliar el sueño hasta que no di con la forma de atender mis
obligaciones de madre y de esposa cómplice.
Anita y Martín no eran tan avaros o taimados como yo pensaba que
lo eran hasta que Babeuf me explicó el papel de los mismos en nuestro romance.
De hecho me devolvieron los dineros que me habían sacado en mi “ritual
iniciático” Fue su regalo de boda. Lo
conservaba por un extraño presagio. Era mi aportación económica en el ritual.
Sentía que no podía recuperar lo dado para ganar el amor que había logrado si
quería que continuara el “hechizo”. No toqué ni una pizca de la suma, pese a
nuestra crónica falta de liquidez. Tuve que estrujarme el cerebro, pero
nuestros hijos nunca pagaron el presagio de una madre enamorada.
Anita y Martín se habían casado unos meses después de mi boda con
Babeuf. Se instalaron también en el municipio de Roye, en una pequeña casa
rural rodeada de un minúsculo terreno que pudieron alquilar. Con los ahorros de
ambos tenían para sobrevivir, comprar una vaca, una cerda, una cabra, una
docena de gallinas y un gayo, y para preparar la tierra para que produjera su pan y la alimentación
de los animales. El proyecto había funcionado.
Vinieron a visitarme en la mañana del 23 de mayo. Anita tenía
problemas con su embarazo y habían venido a la ciudad para visitar al médico.
Esa era la razón de la visita. Mi presagio lo veía de otra manera.
Desde que me había enterado del arresto y de la acusación que pesaba sobre
Babeuf me había dado la sensación de entrar en una eternidad. Solamente habían
transcurrido dos días y no paraba de pensar cómo conciliar obligaciones que se
obstinaban en contraponerse.
Mis visitantes vieron rápidamente el impacto de mi alma
atormentada. No se atrevieron a preguntar hasta que yo opté por explicar la
situación.
_ ¡Tienes que ir a París!
Era como si ambos se hubieran puesto de acuerdo para gritarme mi
certeza.
¿Quién se ocupara de
nuestros hijos?
¡Nosotros!
Me hicieron pensar en
los coros del teatro griego que dan voz y fuerza al destino.
Pero… Anita tiene problemas con su embarazo…
Ya el coro se había
apoderado de la escena y de la razón. Una hermana de Anita se había ido a vivir
con ellos. Emilio y Catalina Adelaida Sofía estarían muy bien
cuidados y alimentados. Yo podría ir con toda tranquilidad a atender el frente
de París.
No sé si fue un milagro o la casualidad. Sé que me libré de caer
en la locura.
Llegué a París con los dineros que me
había devuelto Martín, el 26 de mayo. Encontré un alojamiento lo suficientemente
barato para poder quedarme el tiempo necesario para cumplir mi misión. El 27 de
mañana ya estaba en el convento de los Jacobinos, sede del grupo más influyente
en la Asamblea Constituyente: la Sociedad de los Amigos de la Constitución.
Pese a la toma de la Bastilla, el 14
de julio de 1789 y a que los Estados
Generales se transformaron Asamblea Nacional y en Asamblea Constituyente,
Luis XVI seguía siendo el rey y el que nombraba el gobierno. Estoy convencida
de que nadie quería ir más allá de la monarquía constitucional por la que
luchara Etienne Marcel.
Carecía de posibilidades de que me
escucharan en el palacio de Versalles. Solamente podía ser escuchada por miembros de la Asamblea,
especialmente por los que simpatizaran con las ideas que yo compartía con
Babeuf.
La Sociedad de los Amigos de la
Revolución acogía a los parlamentarios más influyentes. Era una curiosa mezcla
que agrupaba diputados de la nobleza: el conde de Mirabau, el duque de Aiguillon,
el conde de Sieyès, diputados del clero y progresistas como Roberspierre.
Había puesto mis esperanzas en el
último por su reputación como abogado defensor de “causas perdidas” y porque se
había mostrado receptivo a nuestro “Catastro”. Me había traído la amable carta
que había dirigido a Babeuf con ocasión de la publicación.
Todos mis esfuerzos fueron inútiles.
Era consciente de los desvelos de unos parlamentarios que tenían que moverse en
la calle, en el hemiciclo, en la corte y en el grupo parlamentario tan diverso al
que he aludido. Babeuf no tenía que seguir encerrado un minuto más.
De nuevo ocurrió esa casualidad que
llega cuando estoy a punto de ahogarme. El Club de los Cordolieros se acababa
de fundar el 27 de abril, reunía, en el comedor del antiguo convento
franciscano cordelero de París, a los sans-
culottes y recriminaban la proclamación de la República.
¿Por qué no se me había ocurrido
antes? Otra vez el ritual iniciático. Había perdido la fe, pero mantenía la
creencia de que las conquistas de nuestras metas requieren una preparación y
tienen un coste.
Me comprometo a liberar a su esposo,
señora. Usted ha logrado convencerme de que esa sea la prioridad de mi grupo.
Creí en mis entrañas el compromiso de
Marat y no me equivocaba, el 29 de junio, nuestro defensor anunció:
Babeuf no solamente será libre. Será
la estrella de la Fiesta de la Confederación, el próximo 14 de Julio. Ya puedes
volver a cuidar de tus hijos, compañera.
Me fui. Sabía que había cumplido mi
tarea y confieso que necesitaba ver a mis hijos, pero la realidad era la
imperiosa necesidad de que Babeuf desconociera mi intervención para que
uniéramos a Marat a nuestra causa.
No lo conseguí por mucho tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario