Martín
Castillo de
Daméry 10 de enero de 1782
–¿Cómo lo haces?
El asombro de Martín
me sonó a coros celestiales. Sí, me
había esforzado en las tres semanas que llevábamos de clase. Lo hacía porque
quería aprender, pero también por la urgencia que sentía en conocer a la Dulcinea
labrada por don Quijote. Hay unas cuantas páginas hasta llegar a la dama desde “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero”. Lo más
duro fue esa maldita frase. Temí que se ridiculizaba a mi amado y saqué mis garras. Memoricé cada letra del primer
capítulo del “Quijote” y cada sonido que emitía Martín en la lectura del mismo.
Esa fue mi primera clase.
Ya entonces Martín
había expresado su admiración cuando, en la segunda clase mostré que sabía leer
y escribir el capítulo. Me hizo repetir siete veces y estaba obligado a admitir que no cometía un
solo fallo y que tenía ya buena letra.
El empuje del asombro
se esfumó cuando comprobó mi indefensión frente a los siguientes capítulos.
Entonces empezó a ser mucho más fácil; teníamos que proceder de la misma manera
hasta que fuera capaz de mostrar mis habilidades ante cualquier texto.
Acabábamos de llegar a
ese resultado y aún no se había cumplido un mes desde la primera lección. Martín
se
asombró. Yo no lo hice. Lo presentía y mis defensas necesitaban hacerlo.
No podía explicarlo y,
por otra parte, no creo que Martin estuviera, entonces, muy interesado en mis
sentimientos.
Me sentía una tigresa que ve en peligro su camada y
Martín me paró en seco.
–Olvida mi pregunta.
–¿Por qué razón? Es mi
deseo responderla. Verás…, signos y sonidos se pueden memorizar por trozos.
Mientras trabajo me los paseo.
–¿Ya está?
–Claro; no tengo
tiempo libre y necesito hacer mis tareas
mientras cumplo con mis trabajos.
–¿Por qué tanto
empeño?
–¡Lo sabes!
–¡Así que ahora me
quedo sin tu paga!
–¿Tú qué crees? Mi
familia necesita mi paga. No podía dártela durante mucho tiempo. Pero si
continuaré dándote mi parte.
–¿Por qué?
–Para poder venir a
este “templo” y devorar libros.
–Recuerda lo que secó
el cerebro de don Quijote.
–Eso ya es problema mío.
Solamente te pido la llave para venir cuando pueda escaquearme.
Tengo que pedir
permiso al dueño.
–Anita me ha dicho que
sois amigos.
Lo somos.
–Harto encontrarás un
momento para comentárselo-Me sentí fuerte y agucé la escucha– Supongo que le
habrás informado de que me das las clases aquí.
–No ¿Por qué iba a
hacerlo. Sabe que lo uso para encontrarme con Anita ¿Por qué habría de
molestarse porque te diera clases?
Voy a lo mío.
–¿Cuándo se lo vas a
decir?
–Después de todo, no
hace falta. ¿Qué cambia el que vengas a leer en vez de a aprender a leer. El
quiere que todos y todas aprendamos y leamos. Es un soñador como don Quijote.
Debes informarle que
su Dulcinea pide permiso para leer sus libros.
–Le veo muy raramente.
Está manteniendo una partida con su patrón.
_¿Qué?
–Se miden
constantemente en sus jugadas de
ajedrez.
¡Ay de mí! Ya los veía
jugando a caballeros andantes y a mí como premio al caballero vencedor del
torneo, que siempre sería Babeuf.
–Tienes que encontrar
la forma de consultárselo. Si no lo haces no hay trato.
No sé aún de dónde
sacaba las fuerzas. Si sé que convencí a Martín de que informase con urgencia a
Babeuf de que su Dulcinea no era zafia y que deseaba leer sus libros.
Te dejo una semana
pagada, si no tengo constancia de que el recado ha llegado a su destinatario en
ese tiempo, dejaré de pagarte.
–Entonces no podrás
venirte a leer.
–Ya sé cómo
arreglármelas, no te preocupes.
Aquí no…
Hay otros sitios con
libros. No olvides que limpio habitaciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario