sábado, 7 de octubre de 2017

Nuestra cita cotidiana

Martín

Castillo de Daméry 10 de enero de 1782


–¿Cómo lo haces?
El asombro de Martín me sonó a coros  celestiales. Sí, me había esforzado en las tres semanas que llevábamos de clase. Lo hacía porque quería aprender, pero también por la urgencia que sentía en conocer a la Dulcinea labrada por don Quijote. Hay unas cuantas páginas hasta llegar a la dama  desde “En un lugar de  la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero”. Lo más duro fue esa maldita frase. Temí que se ridiculizaba a mi amado y saqué  mis garras. Memoricé cada letra del primer capítulo del “Quijote” y cada sonido que emitía Martín en la lectura del mismo. Esa fue mi primera clase.
Ya entonces Martín había expresado su admiración cuando, en la segunda clase mostré que sabía leer y escribir el capítulo. Me hizo repetir siete veces  y estaba obligado a admitir que no cometía un solo fallo y que tenía ya buena letra.
El empuje del asombro se esfumó cuando comprobó mi indefensión frente a los siguientes capítulos. Entonces empezó a ser mucho más fácil; teníamos que proceder de la misma manera hasta que fuera capaz de mostrar mis habilidades ante cualquier texto.
Acabábamos de llegar a ese resultado y aún no se había cumplido un mes desde la primera lección. Martín  se  asombró. Yo no lo hice. Lo presentía y mis defensas  necesitaban hacerlo.
No podía explicarlo y, por otra parte, no creo que Martin estuviera, entonces, muy interesado en mis sentimientos.
Me sentía una tigresa que ve en peligro su camada y Martín me paró en seco.
–Olvida mi pregunta.
–¿Por qué razón? Es mi deseo responderla. Verás…, signos y sonidos se pueden memorizar por trozos. Mientras trabajo me los paseo.
–¿Ya está?
–Claro; no tengo tiempo libre y necesito  hacer mis tareas mientras cumplo con mis trabajos.
–¿Por qué tanto empeño?
–¡Lo sabes!
–¡Así que ahora me quedo sin tu paga!
–¿Tú qué crees? Mi familia necesita mi paga. No podía dártela durante mucho tiempo. Pero si continuaré dándote mi parte.
–¿Por qué?
–Para poder venir a este “templo” y devorar libros.
–Recuerda lo que secó el cerebro de don Quijote.
–Eso ya es problema mío. Solamente te pido la llave para venir cuando pueda escaquearme.
­Tengo que pedir permiso al dueño.
–Anita me ha dicho que sois amigos.
­Lo somos.
–Harto encontrarás un momento para comentárselo-Me sentí fuerte y agucé la escucha– Supongo que le habrás informado de que me das las clases aquí.
–No ¿Por qué iba a hacerlo. Sabe que lo uso para encontrarme con Anita ¿Por qué habría de molestarse porque te diera clases?
Voy a lo mío.
–¿Cuándo se lo vas a decir?
–Después de todo, no hace falta. ¿Qué cambia el que vengas a leer en vez de a aprender a leer. El quiere que todos y todas aprendamos y leamos. Es un soñador como don Quijote.
­Debes informarle que su Dulcinea pide permiso para leer sus libros.
–Le veo muy raramente. Está manteniendo una partida con su patrón.
_¿Qué?
–Se miden constantemente en sus jugadas  de ajedrez.
¡Ay de mí! Ya los veía jugando a caballeros andantes y a mí como premio al caballero vencedor del torneo, que siempre sería Babeuf.
–Tienes que encontrar la forma de consultárselo. Si no lo haces no hay trato.
No sé aún de dónde sacaba las fuerzas. Si sé que convencí a Martín de que informase con urgencia a Babeuf de que su Dulcinea no era zafia y que deseaba leer sus libros.
­Te dejo una semana pagada, si no tengo constancia de que el recado ha llegado a su destinatario en ese tiempo, dejaré de pagarte.
–Entonces no podrás venirte a leer.
–Ya sé cómo arreglármelas, no te preocupes.
­Aquí no…

­Hay otros sitios con libros. No olvides que limpio  habitaciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

El abuelo Leopoldo: Hablando en Cobre

 El abuelo Leopoldo – ¿Por qué has llegado tarde? Me preguntó, cariñosamente, mi abuelo materno. –He estado jugando con mi amigo Bertín. Nos...