La Conjura
de los Iguales
París y alrededores, 10 de enero de 1797
Como había intuido, no duró mucho mi distanciamiento de la causa común: en
enero de 1796, Graco estuvo a punto de ser detenido. No fue así, gracias a que
nuestra organización era mejor que la de nuestros perseguidores.
Yo era la única de la familia que podía darnos voz en público. Pagaba alto
precio; desde entonces, nuestros cuerpos estaban condenados a la separación Aunque tuvimos algunos encuentros exquisitos.
Tras mi distanciamiento había vuelto a la causa con el ahínco de los neófitos.
Sabía, ya no solamente presentía como me ocurrió cuando la ejecución de
Danton me evocó el fin de la República, que el destino de Babeuf era el martirio. Sabía, asimismo, que nuestra causa
requería de un sacrificio que la mantuviera en la memoria colectiva hasta el
momento de su germinación.
Me costó mucho llegar a esta conclusión: sobraban entonces escenas
sangrientas ¿Qué podía aportar una más?
Nosotros dimos voz a esa masacre y lo escribimos para que el
desgarrador grito perdure hasta el momento en que sea más fuerte que el de los que cometen los crímenes en nombre de la Nación o de las “verdades
claras y distintas.
Babeuf y yo logramos encontrarnos unas cuantas veces, muy pocas, pero fueron
los más profundos encuentros que tuvimos en nuestras vidas.
La Conjura de los Iguales era el “testamento” que teníamos que dejar
escrito antes de que se produjera el sacrificio de nuestro héroe, mi compañero.
Habían cerrado el club del Panteón, donde Babeuf tenía “predicamento”.
Se había producido una dispersión de los miembros, muchos de ellos condenados,
como mi marido, a la clandestinidad.
No podíamos prescindir de un foro que agrupaba lo que quedaba de
los sans culotte y de los que reclamábamos el regreso de la Constitución de
1793.
Ya no se dirigían a Babeuf
las graves acusaciones que pesaban cuando se nos atribuía un papel en el
asesinato de Marat o en la caída de Roberspierre. Había unanimidad en la
urgencia de restaurar un régimen que nos protegía contra la deriva en la que
estábamos, y que abría paso al abismo
que presagiábamos muchos y muchas.
Las mujeres contábamos en el club gracias al empeño que puso
Babeuf. Antes no éramos, siquiera, admitidas.
El logro de mi compañero me sirvió de gran ayuda, no solamente
para que se me reconociera; me proporcionó mucho más: tejí una red femenina.
Nos organizábamos por células que reuníamos en lugares
frecuentados por mujeres. Ya se sabe: iglesias, hospitales, cementerios,
reuniones para coser, bordar, tricotar… Conseguí una gran lista de lugares en
las que reuniones de mujeres no podían levantar sospecha.
Todo estaba controlado para evitar falsas representaciones y fugas
de información.
Este fue mi trabajo más duro. No quería caer en la trampa en que,
a mi forma de ver, cayó Roberspierre. Tampoco podía correr el menor riesgo de
poner en peligro la causa o la vida de los que se protegían en la
clandestinidad.
Al mismo tiempo tenía que haber un contacto lo suficientemente fluido
entre la última y con la misma para garantizar transparencia total.
Era difícil pero muy gratificante. Las mujeres teníamos mucho que
decir, ¡lástima que no se hubiera permitido antes nuestra entrada en los clubs!
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