domingo, 8 de octubre de 2017

Nuestra cita cotidiana

El discurso preliminar al Catastro perpetuo

En una calle de Roye de cuyo nombre no quiero acordarme, 26 de junio de 1789

Los acontecimientos se precipitaron desde mi reencuentro con Babeuf, el veintiuno de abril de  1782: nos casamos el 13 de noviembre del mismo año y lo hubiéramos hecho antes si no hubiera sido por las ansias de terminar la partida con el señor de Bracquemond
Fueron tiempos muy duros. Carecía aún de formación sobre derecho feudal y me acusaba a mí misma por no poder participar en las jugadas de los caballeros. Babeuf captó, una vez más, mis habilidades y me puso tarea para calmar mis nervios: la lectura de su Discurso preliminar al Catastro perpetuo.
Todos los principios son duros. En este caso no tuve constancia de que lo fuera: todo venía mezclado desde que volví a escuchar la voz amada, aquel veintiuno de abril de 1782.
­ ¡Mi Dulcinea!
Estaba arrodillado ante la usurpadora  de su templo. Mis manos dejaron el libro para acariciar su nuca. No necesitábamos hablar: nuestros cuerpos se expresaban por nosotros.
Fue después cuando me explicó que había utilizado a Anita y a Martín para conquistarme.
-¿Desde cuándo?
Pregunté como una pánfila.
­Desde que tuviste que dejar tu tarea para abrirme la puerta del servicio.
Estábamos desnudos y unidos, insensibles al frío, satisfechos. No dejé que entrara mi malestar por caer en el engaño. Un beso de los suyos lo desarmó, su  profunda, triste y acariciante voz lo argumentó.
­Hacía un tiempo que te había descubierto. Sé que has leído el Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en la ciencia  Recuerda que Descartes pone en duda nuestra visión del mundo. Olvida que cayó en las “verdades claras y distintas” que vendrían de “Dios”, como las de D Quijote venían de los libros de caballería.
­vale ¿Y qué?
­Me sentía atraído por ti. Necesitaba racionalizar la atracción.
­ ¿Por qué?
­Tenía miedo de equivocarme… Era virgen.
Sus caricias eran harto convincentes y no me apetecía callar mis peros.
­También yo lo era, pero te pertenezco  desde que te encontré cuando abría la puerta del servicio. ¿Seguiríamos vírgenes si yo no hubiera superado las pruebas que me imponías?
-Que tú misma te imponías…
Se produjo un largo y embarazoso silencio. Las suspicacias habían desplazado a las caricias. Tenía que hacer estallar la tormenta si quería recuperar las delicias que saboreábamos.
­ ¿Te crees “Dios Padre” acaso?
-No. Dudo.
Volvieron las caricias.
-¿De qué?
­De mí y de “Dios”. Mira, nos hemos amado sin estar casados. Mis dudas no tienen nada que ver con las doctrinas. Este es el amor que buscaba.
El beso me supo a incienso y a mirra. Volvimos a hacer el amor. Con esto queda clara nuestra vida amorosa. Parí cinco veces; la última vez tras la ejecución de mi amado esposo y cómplice.
Estoy convencida de que necesitaba un ritual iniciático. No quiero entrar en comparaciones entre el suyo y el mío. Nuestro amor requería cimientos lo suficientemente fuertes para construir el edificio que hemos levantado  con nuestros hijos, especialmente el primogénito, que seguirá luchando contra “molinos de viento” Ha habido y hay mucho quijotismo en nuestra obra. La solidez de la misma pervivirá hasta que llegue su momento. Lo sé.
No nos separamos desde aquel veintiuno de abril y El discurso preliminar al Catastro perpetuo fue un excelente puntal.
Babeuf y su jefe de entonces jugaban al ajedrez. Se utilizaban mutuamente para lograr objetivos diferentes. El nuestro estaba en la obra que me tocaba leer y no quería estar marginada en el juego. Tenía que aprender a jugar y a ganar.
Así es, el amor de mi vida dependía de mi capacidad de ponerme a su altura y cada vez nos queríamos y comprendíamos más. Babeuf me explicaba lo que habían hecho en la mansión, respondía a mis dudas sobre su obra y hacíamos el amor. No había tiempo para hacerlo de otra manera.
El día de nuestra boda terminó este entuerto. Babeuf y yo nos trasladamos a esta casa de cuya dirección no quiero acordarme: allí murió nuestra primera hija, Catalina Sofía, y allí se vino al traste nuestro proyecto de negocio: asesoría fiscal. Al principio iba muy bien; teníamos como clientes al señor de Bracquemont y a una pequeña nobleza empobrecida, que nos vino por la influencia de nuestro antiguo patrón.

Babeuf y yo causamos nuestra ruina; nuestro catastro, yo ya lo había hecho mío, estaba en contra de la tendencia de nuestros clientes a hacerse con las tierras comunales  y nuestros defendidos carecían de caudales para pagar los pequeños honorarios que necesitábamos para cubrir los gastos.

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