El
discurso preliminar al Catastro perpetuo
En una calle de Roye de cuyo nombre no quiero acordarme, 26 de junio
de 1789
Los acontecimientos se precipitaron desde mi reencuentro con
Babeuf, el veintiuno de abril de 1782:
nos casamos el 13 de noviembre del mismo año y lo hubiéramos hecho antes si no
hubiera sido por las ansias de terminar la partida con el señor de Bracquemond
Fueron tiempos muy duros. Carecía aún de formación sobre derecho
feudal y me acusaba a mí misma por no poder participar en las jugadas de los
caballeros. Babeuf captó, una vez más, mis habilidades y me puso tarea para
calmar mis nervios: la lectura de su Discurso
preliminar al Catastro perpetuo.
Todos los principios son duros. En este caso no tuve constancia de
que lo fuera: todo venía mezclado desde que volví a escuchar la voz amada,
aquel veintiuno de abril de 1782.
¡Mi Dulcinea!
Estaba arrodillado
ante la usurpadora de su templo. Mis
manos dejaron el libro para acariciar su nuca. No necesitábamos hablar:
nuestros cuerpos se expresaban por nosotros.
Fue después cuando me
explicó que había utilizado a Anita y a Martín para conquistarme.
-¿Desde cuándo?
Pregunté como una
pánfila.
Desde que tuviste que
dejar tu tarea para abrirme la puerta del servicio.
Estábamos desnudos y
unidos, insensibles al frío, satisfechos. No dejé que entrara mi malestar por
caer en el engaño. Un beso de los suyos lo desarmó, su profunda, triste y acariciante voz lo
argumentó.
Hacía un tiempo que
te había descubierto. Sé que has leído el Discurso
del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en la ciencia Recuerda que Descartes pone en duda nuestra
visión del mundo. Olvida que cayó en las “verdades claras y distintas” que
vendrían de “Dios”, como las de D Quijote venían de los libros de caballería.
vale ¿Y qué?
Me sentía atraído por
ti. Necesitaba racionalizar la atracción.
¿Por qué?
Tenía miedo de
equivocarme… Era virgen.
Sus caricias eran
harto convincentes y no me apetecía callar mis peros.
También yo lo era,
pero te pertenezco desde que te encontré
cuando abría la puerta del servicio. ¿Seguiríamos vírgenes si yo no hubiera
superado las pruebas que me imponías?
-Que tú misma te
imponías…
Se produjo un largo y
embarazoso silencio. Las suspicacias habían desplazado a las caricias. Tenía
que hacer estallar la tormenta si quería recuperar las delicias que
saboreábamos.
¿Te crees “Dios
Padre” acaso?
-No. Dudo.
Volvieron las
caricias.
-¿De qué?
De mí y de “Dios”.
Mira, nos hemos amado sin estar casados. Mis dudas no tienen nada que ver con
las doctrinas. Este es el amor que buscaba.
El beso me supo a
incienso y a mirra. Volvimos a hacer el amor. Con esto queda clara nuestra vida
amorosa. Parí cinco veces; la última vez tras la ejecución de mi amado esposo y
cómplice.
Estoy convencida de
que necesitaba un ritual iniciático. No quiero entrar en comparaciones entre el
suyo y el mío. Nuestro amor requería cimientos lo suficientemente fuertes para
construir el edificio que hemos levantado con nuestros hijos, especialmente el
primogénito, que seguirá luchando contra “molinos de viento” Ha habido y hay
mucho quijotismo en nuestra obra. La solidez de la misma pervivirá hasta que
llegue su momento. Lo sé.
No nos separamos desde
aquel veintiuno de abril y El
discurso preliminar al Catastro perpetuo fue un excelente
puntal.
Babeuf y su jefe de entonces jugaban al ajedrez. Se utilizaban mutuamente
para lograr objetivos diferentes. El nuestro estaba en la obra que me tocaba
leer y no quería estar marginada en el juego. Tenía que aprender a jugar y a
ganar.
Así es, el amor de mi vida dependía de mi capacidad de ponerme a
su altura y cada vez nos queríamos y comprendíamos más. Babeuf me explicaba lo
que habían hecho en la mansión, respondía a mis dudas sobre su obra y hacíamos
el amor. No había tiempo para hacerlo de otra manera.
El día de nuestra boda terminó este entuerto. Babeuf y yo nos trasladamos
a esta casa de cuya dirección no quiero acordarme: allí murió nuestra primera
hija, Catalina Sofía, y allí se vino al traste nuestro proyecto de negocio:
asesoría fiscal. Al principio iba muy bien; teníamos como clientes al señor de
Bracquemont y a una pequeña nobleza empobrecida, que nos vino por la influencia
de nuestro antiguo patrón.
Babeuf y yo causamos nuestra ruina; nuestro catastro, yo ya lo
había hecho mío, estaba en contra de la tendencia de nuestros clientes a
hacerse con las tierras comunales y
nuestros defendidos carecían de caudales para pagar los pequeños honorarios que
necesitábamos para cubrir los gastos.
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