Vivo
sin vivir en mí
En la inmensidad del Atlántico, 26 de noviembre de
1714
Empecé este diario en la noche de mi cuarto
cumpleaños, el 21 de julio de 1684. Estaba tan cansada que, pese a mis
ilusionados esfuerzos, me quedé dormida tras escribir el título del poema de
Santa Teresa de Ávila. Había gastado mis energías en soñar con que llegara el
momento de disfrutar del nuevo apartamento que se me había acordado aquella
misma mañana como premio a mi rápido
aprendizaje de lectura, escritura, danza, canto y el español. Apenas tuve
tiempo de verlo; antes de disfrutarlo tenía que mostrar mis habilidades y
lograr captar la admiración de los habitantes de Versalles. Tenía doncella;
echaría en falta a mi niñera, Antoinnette.
Mi pena se disipó cuando descubrí el escritorio, el tintero y el papel,
mientras Julia, mi nueva doncella, me vestía para la ocasión y me intentaba
mostrar el contenido de un guardarropa que ella consideraba espléndido y que yo
siquiera miré.
Me moría de ganas de sentarme y ponerme a escribir.
Julia hablaba en español y pretendía explicarme mis privilegios como protegida
y pupila de Madame, duquesa de Orleans y
cuñada de Luis XIV, la intrigante Palatina para cortesanos y servicio. En
efecto, se me había asignado una de las joyas de los alojamientos
reservados a la familia del hermano del soberano.
Yo solamente deseaba empezar a escribir mi diario.
No podía ser; lo primero era lo primero y las cosas se complicaron desde la
mañana. La Palatina pensaba haber previsto todo, pero la nueva esposa secreta
del rey, la Maintenon, había hilado muy fino para que todas las miradas del
parque se centraran en el paseo en coche del rey acompañado por el Delfín. El
primero llevaba las riendas con firmeza. El segundo parecía un pelele.
Ambos eran marionetas cuyos hilos eran tirados
hábilmente por la nueva dueña de Versalles, en opinión de la cuñada del rey. A
pesar de mi corta edad compartía esa opinión y estoy convencida de que también
lo hacían los que miraban la escena, sin apenas fijarse en el espectáculo que
protagonizaba.
Estaba acompañada por la actriz española María de
Navas y por los marionetistas de los Brioché. Todos ellos habían colaborado en
mi enseñanza. Ahora la estrella era yo, pero, pese a nuestros esfuerzos, apenas
lográbamos público, más allá de los arrastrados por la Palatina.
Nos pasamos horas y horas repitiendo el poema de la
mística española por todos los rincones del palacio, sin descanso, para que
nadie quedara sin presenciar las proezas que había logrado la Palatina con mi
educación en tan solo dos años
Vivo sin vivir en mí
Y tan alta dicha espero
Que muero porque no muero.
Ya se me habían clavado en las entrañas estas frases
desde que comenzó mi aprendizaje. María de Navas lo recitaba, cantaba y bailaba
en español. Yo no comprendía la lengua, pero las marionetas de los Brioché eran
de gran ayuda. Aún no comprendo a Santa Teresa y se me dio una educación
agnóstica, en una corte devota. Me contaron que a mi edad la Santa se había
escapado con uno de sus hermanos, a tierra de infieles, para alcanzar el
martirio.
No era cierto, lo supe después. Entonces lo creí. Yo
no quería irme. Mi madre me había hecho comprender, con su leche, sus besos y
sus suspiros, que había tenido la gran
suerte de gozar de la protección de la duquesa de Orleans, que era como ella
conocía a mi protectora. Casi nadie utiliza ese título u otros muchos de los
que dispone, para designarla. Ella lo hacía porque el Palais Royal había sido atribuido
a la rama de Orleans y mi familia, los Saloppe, habitaban un pabellón del mismo
desde la época de Richelieu.
Nuestro apellido era infamante: puta, zorra, guarra…
basura. No éramos tal. El pabellón fue atribuido a mi antepasado como parte de
pago a sus servicios y lo habíamos conservado porque continuábamos prestándolos
a los sucesivos usuarios del palacio. Entonces y ahora, los duques de Orleans.
Pese a mi tierna edad había asimilado el orgullo de
mi raza; durante siglos, los Saloppe
habían intrigado y logrado defender los intereses de sus señores ¿Cómo?
Violando la intimidad de los adversarios. Mi padre, como sus antepasados, tenía
una red de espías que le informaban de todo lo que sus señores pensaban que
quedaba “en familia”.
Sí, me sentía orgullosa de ser una Saloppe. Asimismo
sabía que tendría un porvenir acomodado, pero nadie, en mi familia ha entrado
en los apartamentos de sus señores y la Palatina me había instalado, con el
rango de su protegida en Versalles, yo vivía con los duques de Orleans, para
los que trabajaba mi familia, había sido amadrinada por la duquesa y me habían
bautizado con dos de sus nombres: Elisabeth Charlotte, aunque conservaba el
apellido infamante.
¿Cómo no estar contenta con mi suerte? Sentía
orgullo, sí, y como ya se me había explicado lo que había, no echaba de menos a
mis padres. ¿Para qué? Pese a la vigilante atención de Antoinette, me dolía que
se pregonara tanto mi apellido. Todo el mundo tenía que saber que no solamente
era una plebeya, sino una Saloppe. “Y la cabra tira al monte”, decían, en aquel
Versalles preñado de falso beaterío, cuando estaban seguros de que lo oiría.
Todo eso era agridulce. Mi madrina dejó muy claro,
desde que me trajo, que era superior a todos los niños de la corte, incluido el
hijo del Delfín, Luis, que tenía dos años menos que yo.
Recuerdo que éste había sido privado de los Brioché,
porque la Palatina se había adelantado, a sabiendas, en contratarlos para mi
educación. No soy mala, pero sentía placer de ser la más mimada de la corte.
El “Vivo sin vivir en mí” era otra historia. Me
asustó desde el primer día, fue una extraordinaria representación para
conmemorar mi segundo aniversario y mi instalación en Versalles. No podía pasar
desapercibida. La Navas vestía el uniforme de las carmelitas descalzas. Su
actuación me estremeció, su danza me asustó y su gesto me impactó.
Las marionetas de los Brioché eran ángeles y
demonios que querían arrastrarme. No grité. Pese a mi corta edad sabía que
tenía que retener mis energías para aplaudir y para reír por las piruetas de
algunas de las marionetas. Estas pretendían meter la pata. Yo sabía que no era
así.
Sabía mucho para mi corta edad. Había tenido muy
buenos maestros antes de que mi madrina se ocupara de mi educación. Desde el
principio estaba al corriente de que la elección del “Vivo sin vivir en mí” era
una provocación. Nadie me lo había explicado, pero bastaba, para darme cuenta,
por los aspavientos que despertaba la representación. También era para mí
motivo de regocijo. ¿Por qué se me había quedado clavado en las entrañas el
poema?
¿Por qué aún ahora siento que vivo sin vivir en mí y
tengo terror en llegar al fin de mis días sin saber por qué he vivido? Ahora lo
dejo estar, pero aquella noche necesitaba escribirlo y así empecé mi diario.
Lo seguí haciendo, con gran esfuerzo, tras mis
agotadoras jornadas. Me llevé una gran decepción cuando la Palatina confiscó mi
diario cuando dejaba Versalles, para empezar mi misión en España.
-Nunca debes dejar ver el mínimo rasgo de tu
intimidad-Me dijo.
Me sentí avergonzada, aunque sabía que ella lo leía,
pese a mis esfuerzos para esconderlo. Aprendí y no he vuelto a escribir diario
alguno hasta hoy, en este carguero que me aleja de las iras de las cortes
francesa y española, donde se me trata con deferencia y hasta con mimo, en obediencia
de las órdenes de mi hijo Ensio, que me espera en Colonia de Sacramento, puerto
del Rio de la Plata, actualmente en manos de los portugueses.
No interesan mis intimidades a estos lobos de mar
que han sido muy generosamente pagados por mi pasaje y que esperan suculentos
beneficios por el contrabando que transportan. Te interesa a ti y para ti lo
escribo, una vez liberada de mis temores y adaptada a la navegación.
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