Los
hijos del pecado
Cuando Luisa
de La Valiére decidió hacerse monja para purgar sus pecados dejó dos hijos,
María Ana y Luis, nacidos respectivamente, en 1666 y 1667. Sus
hermanos mayores habían muerto.
Los supervivientes no eran tan fruto del pecado,
puesto que, a la muerte de la reina María Teresa, el rey viudo reconoció
oficialmente a su madre como favorita y a ellos como los hijos de la unión,
aunque la legitimación de ambos se completó en 1669.
Eran, sin embargo hijos de favorita destronada,
puesto que en el otoño de 1666 ya el rey lucía, con orgullo, los encantos de su
nueva compañera de cama: la Mortemart, madre de los bastardos que tanto odiaba
la Palatina. María Ana y Luis no lo eran tanto a sus ojos, de hecho se hizo cargo
del último cuando fue abandonado por una madre que había decidido purificarse.
Me consta que había mutuo cariño entre protectora y
protegido y que las intenciones de la cuñada del rey eran las mejores. No sé
como nadie pensó que un niño de siete años tan guapo era un caramelo para la
depravación que reinaba en los aposentos del marido homosexual de Madame.
Ocurrió sí, en el Palacio Real, donde Felipe de
Orleans disfrutaba a sus anchas. El escándalo estalló en 1682. Llegó a oídos
del rey que el favorito de su hermano, el caballero de Lorena, había tenido
relaciones íntimas con su hijo legitimado, conde de Vermandois y Almirante de
Francia.
El soberano aceptaba los placeres de su hermano pero
se puso furioso cuando se enteró que un hijo suyo había caído en los mismos,
Luis y su seductor fueron desterrados a Normandía.
La Palatina se reprochaba el descuido, fui testigo
de su dolor y de los esfuerzos para
reparar el mal. Logró que su cuñado permitiera que el descarriado fuera
incorporado a las tropas francesas que ocupaban Flandes.
También con esta intervención se equivocó mi
madrina, puesto que las condiciones impuestas por el ultrajado padre provocaron
la muerte del pobre Luis, quien había puesto tal tesón en logar el perdón que
enfermó y murió en 1683, a los dieciséis años.
Su penitente madre se limitó a decir que no lo
lamentaba tanto como haberle concebido en adulterio. Mi protectora sacaba su
dolor haciéndome trabajar con delirio para imponer a Santa Teresa en una corte
que a su juicio estaba enfangada.
Ya lo creo que lo estaba y debo reconocer que yo
gozaba en el papel que horrorizaba tanto a algunos. También había hecho mía la
causa del desgraciado Luis. Que yo sepa éramos tres a compartirla: la hermana
que quería con locura al pobre desgraciado, la Palatina y yo. Aunque había sido confiada ella también
a la custodia de la cuñada de su padre el rey, el último la había casado el 16
de enero de 1680, con el príncipe de Conti, tenía 13 años y unos meses, era la
hija predilecta del soberano, pero a éste no le tembló el pulso para destinarla
a doblegar a la grandeza que tantos quebraderos de cabeza le había dado.
No importaba que la desposada no sintiera atracción
por el marido impuesto, como quedó patente en la misma noche de bodas, pese a
los esfuerzos del esposo, quien testimonió su amor, pese al rechazo de una
esposa que debía mantenerse aislada por causa de la viruela que sufrió en 1685,
regresando al hogar conyugal para cuidar a su esposa.
No parecían servir a gran cosa las plegarias de la
madre arrepentida. El cuidador fue contagiado y murió, justo cuando su esposa,
conmovida se había enamorado. Ana María sanó y conservó su belleza y su gracia,
su desgracia, porque, viuda y rica a los veinte años y con el poder que le daba
ser la hija preferida del soberano, no cayó en el fango como su hermano, pero
los requerimientos que tuvo, tanto de hombres como de mujeres, la empujaron a
cometer imprudencias.
Fueron, sin duda, muy desgraciados los hijos de la
penitenta, por mucho que Ana María destacase en la corte y que aún siga viva.
La causa es la belleza que heredaron de la primera favorita reconocida del Rey
Sol.
Los hijos del monarca con la Mortemart comenzaron a
llegar en 1669, pero los que vivieron hasta ser legitimados son Luis Augusto, nacido en 1670; Luis César, en
1672; Luisa Francisca, en 1673; Luisa María Ana, en 1674; Francisca María,
1677; Luis Alejandro, 1678. Todos ellos fueron confiados a la Maintenon, quien
hizo de ellos su causa.
Los pobres no tenían madre reconocida, puesto que esta
tenía marido. Ignoro si ésta era la causa del ahínco que puso la cuidadora en
sacarlos adelante. Ya lo creo que lo hizo, se instaló con todos ellos en
Versalles, desde que el recinto fue sede de la corte. La Palatina estaba
ultrajada y por eso me trajo. Si la Maintenon podía traer bastardos, ella podía
traerse una plebeya apellidada Saloppe.
Luis César tuvo la suerte de escapar pronto a mi
acoso, murió el 10 de enero de 1683. Lo recuerdo muy bien. Me sentí muy
culpable por las veces que había provocado su llanto. Era un llorica. Los
otros, aunque mayores que yo tuvieron que sufrirme durante mi estancia en
Versalles.
¿Sufren? Yo creo que sí lo hacen, pese al
encumbramiento. De lo que estoy segura es de la desgracia de Francisca María,
casada a los quince años con el hijo de los duques de Orleans y despreciada por
su marido y sus suegros.
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