Mi
gozo en un pozo
Mi madrina había muerto el 8 de diciembre de 1722.
No estaba ya en este mundo cuando ya ennoblecida por el regente y liberada de
la infamia de mi apellido, tenía mi paseo triunfal en París, como ocupante de
la carroza de la infanta María Ana Victoria, prometida de Luis XV. La reina
consorte de España, Isabel de Farnesio, insistió para que acompañara a su
primogénita que no paraba de llorar al dejar una corte que a la que tantos
habíamos llegado con tanto pesar.
La reina consorte había sabido por mis confidencias
de mi vida a los cuatro años, la edad que tenía la desgraciada niña. Claro, se
lo había contado a mi manera, la que convenía a la misión que me llevaba a la
entrevista.
La Farnesio y yo habíamos intimado más de lo
necesario. Muy pronto lo supe, pero era ya demasiado tarde, cuando ya no estaba
protegida por el regente, que murió el 2 de diciembre de 1723. Después
empezaron las calamidades, que yo preveía desde mi visita a París.
En efecto la corte del regente era un cántico al
vicio, tan reprimido durante el imperio de la Maintenon. No soy una puritana,
pero no me parecía el entorno adecuado para un rey que entraba en la
adolescencia. Cortesanos y cortesanas se disputaban el privilegio de iniciarle
en sus vicios. ¡Ay si Luis XIV hubiera salido del sepulcro!
No me extrañó que en cuanto el duque de Borbón
accedió a la regencia decidiera poner orden y empezara por intentar cortar por
lo sano las tendencias del futuro soberano al “vicio italiano” que practicaba
el padre del finado regente.
Pese al odio que nos profesábamos mutuamente, lo que
vi y escuché durante mi estancia en París me hacía reconocer que la decisión tomada era
la acertada. Yo no hubiera permitido que
se metiera a mi propio hijo en un tal estercolero.
Tengo todos los respetos por los homosexuales, mis
relaciones con Ensio son una prueba de ello y en todo caso, la Palatina me
había educado para que sea así. No veo problemas para que un rey lo sea,
Monsieur ha dejado una descendencia que ha aumentado su poder, el pervertido
regente pregonaba su perversión y esto no le ha impedido hacer de París el centro
de la finanza mundial y lograr que sus descendientes continúen agrandando el
poder de la estirpe.
Lo que me repugnaba es que se manipulara a alguien
que está despertando a la sexualidad, como le ocurrió al desgraciado Luis de Borbón,
que la penitente amante de Luis XIV encargó a los cuidados de la madre del regente y que fue corrompido por
la corte del padre del mismo. Luis Felipe de Orleans había vivido este episodio
como yo lo había vivido, ¿Cómo repetirlo con un rey que se le había encomendado
cuidar durante su minoría?
Por lo demás, la regencia del finado fue un
cañonazo. La potencia de la Francia de Luis XIV había dejado las arcas vacías y
deudas, la regencia de Luis Felipe, dio dimensión financiera a una potencia
militar. Se trajo a Low, un hasta entonces desconocido banquero escocés, el
diamante en bruto que pagó la deuda, llenó las arcas e hizo de París la capital
financiera, ¿cómo? Utilizando un papel garantizado básicamente por la subida
vertiginosa del precio de las acciones de la Compagnie Perpétuelle des Indes. La última estaba muy sustentada
por la Lousienne. Se utilizó una hábil
artillería para situar allí el mítico vellocino de oro. La compra de acciones
era tan febril como rentable, no había lugar más rentable que París para los
especuladores.
Lástima que todo se viniera al traste con una
conspiración para empujar a la venta y para que la que todo el mundo
consideraba eterna subida de los precios de las acciones derivara en desplome y
en bancarrota. La regencia del duque de Orleans dejó unas arcas vacías y
deudas, pero sobre todo la amargura de salir de un sueño en el que muchos
volábamos por las nubes de la riqueza .La regencia de Felipe de Orleans no dejaba un buen sabor de boca a su heredero, quien se precipitó a ponerse a los pies del
duque de Borbón y fue de gran utilidad para lograr disipar las temidas
tendencias del rey.
Por supuesto yo ya no contaba en los planes de los
Orleans y esta vez así me lo hicieron saber por las claras. Mi pérdida de poder
en la corte francesa debilitaba mi atractivo para la Farnesio cuando todo hacía
esperar que se rompiera el compromiso de la infanta, demasiado niña para dar
herederos con la premura que el duque de Borbón sufría.
Me quedé en Madrid porque me necesitaba la esposa
del príncipe de Asturias. La pobre no era culpable de la degeneración de su
padre, pero fue recibida y tratada como una pestiferada por el rey, la reina y
la corte. Me daba penita, pero sobre todo pensaba en la Palatina. Me parecía
ver agradecimiento y ternura en la mirada que salía de una tumba que no había
podido visitar, pese a mis ansias.
No me lo esperaba, pero Felipe V abdicó en su hijo
Luis, el 16 de enero de 1724. La nueva reina me volvió a abrir las puertas de
palacio. En mala hora, porque Luis I no
duró sino unos meses y la Farnesio estaba enfurecida por las veleidades que se
había permitido la reina viuda.
Esta seguía necesitando protección, pero yo no sé la
podía dar; me habían puesto en “busca y captura” el rey y la consorte de
España, el duque de Borbón, el duque de Orleans y todos aquellos a quienes
amargué la vida, en Versalles desde mis dos añitos.
Era como si yo tuviera que purgar los “pecados” de
los Orleans y tuviera que sufrir los dardos del actual titular emblanquecido.
Una vergüenza, pero, en el fondo me sentía orgullosa de cargar con los odios
dirigidos contra la Palatina.
Estaba realmente en peligro. Desconocía la eficacia
de los agentes de los otros, pero tenía constancia de la de los del duque,
entre los que me encontraba yo misma hasta hacía bien poco.
Lo primero que hice es ocuparme en poner a salvo a
mi hijo. La ocasión era buena, porque muerto su amante, Ensio también era presa
de poderosos y había decidido volver a su Colonia de Sacramento natal, que
había ya hecho centro neurálgico de sus contrabandos, y reconocer su paternidad. Padre e hijo se
instalaron en mi futuro destino cuando aún yo tomaba riesgos para proteger a la
Orleans, entonces reina de España.
Había demasiadas cosas sobre mí que conocían mis
antiguos socios y entonces cazadores, entre ellos los Saloppe a quienes el
actual duque les había preservado el pabellón que ocupaban en el Palais Royal desde la época de Richelieu.
Estaba asustada, sí lo estaba, pero Ensio fue más
astuto que unos perseguidores bien entrenados y tan generosamente bien pagados
por el odio que mi persona inspiraba a los poderosos. No me sacó por su red de
contrabando o me dejó a merced de los perros que habían formado parte de la red
que habíamos compartido en Madrid. Me envió a Jerónimo, un viejo muy avispado
para protegerme de los “perros” que me acosaban a las propias puertas de mi
domicilio. Mi salvador llegaba a tiempo. Yo estaba al límite de mis fuerzas. No
sorprendió su entrada o su salida, en mi compañía. Yo vestía la ropa que él me
había traído. Era un riesgo, pero funcionó en un entorno en el que circulaban
criados y ante la búsqueda de una señora que huye.
Caminábamos con la parsimonia que se atribuye a los
lacayos. Ni yo misma podía creerme que todo fuera tan fácil salir. Después
seguimos una ruta y de maneras que ni el mismo diablo hubiera podido adivinar.
Me llevó a Medina Sidonia y allí me mostró mi alojamiento, en la Ermita de los
Santos Mártires, donde podría descansar con total impunidad hasta que se
encontrara una forma segura de embarcarme hasta mi destino.
Medina Sidonia fue un bálsamo para mí y Gerónimo se
ocupaba de que nada me faltase. Había encontrado una especie de tierra
prometida pero sabía que no estaría a salvo hasta que llegara a mi destino.
Hacía allí voy ahora, ignoro lo que voy a encontrar,
mi hijo Ensio es aún muy joven y su padre murió poco antes de que yo partiera.
Tengo mucha confianza, el finado había dejado el negocio bien atado y mi vástago
ha sido muy bien pulido. Ya no me pesan tanto el epitafio de mi supuesto tío y
el poema de Santa Teresa. Mi hijo Ensio y yo saldremos del pozo oscuro y
sabremos por qué hemos vivido. Lo intuí en una Medina Sidonia contaminada por
las Luces de Cádiz.
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