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Lolita Pluma
Terraza del bar Río, parque de
Santa Catalina, Las Palmas de Gran Canaria. El mismo día, 15:30
Angelita no aguantaba el acoso de Lolita Pluma, la diva
de la posmodernidad.
Una vieja que vestía túnicas y que tenía la cabeza
plagada de peines y de peinetas. Iba de mesa en mesa, cargada de flores de
papel, abalorios y comida para sus gatos; todos los de los alrededores.
Proclamaba regalar sonrisas, claro que con su estrafalario maquillaje…
Había rechazo entre las dos mujeres, y la diosa
pellizcaba mientras sonreía para la galería. Hasta los gatos intentaban arañar
los muslos de la enemiga de la banda.
—¡Ya está bien!
Era una Angelita que trataba de ocultar el sollozo y la
desesperación. Disponía de una semana para mostrar un contrato de trabajo con
salario suficiente para mantener a su hija menor. Necesitaba recuperarla.
¡Tenía tres añitos la criatura!
Llegaron, en buena hora, Ensio y Juan. El primero se había
arreglado, pese a que ya estaba impecable en el trabajo. Ahora sacaba más
pluma. Lolita se sintió provocada.
—Ahora llegan los finolis: una puta barata, una
maricona más fina que te cagas. ¿Qué haces tú con esta gentuza?
Se dirigía a un Juan desencajado.
—Una cita —balbucea el aludido. No sabía qué decir y
se le exigían respuestas. Conocía la reputación del Río. No se esperaba esto.
—¡Los chaperos
allí!
Lolita no era mala gente y tenía “predicamento” y
decorado. Abrió sus alas —desmesuradas mangas, en esta ocasión azules— para
mostrar los váteres públicos masculinos, a unos metros.
Las miradas encontraron a un conocido político en faena,
que era de los que recibía cariños de la diva.
—Tengo que irme ya, mi esposa me espera para almorzar.
Necesito saber qué es eso de en busca y captura…
Juan lamentaba haber aceptado la invitación de Ensio. Lo
había hecho por curiosidad y, se decía, porque tenía que asegurarse de que su
falso testimonio no tuviera consecuencias.
—Hace ya muchos años de eso. Si no me han pillado ya no
lo harán. Lo sé de buena tinta…
Juan interrumpió a la fugitiva.
— ¿Causa de la orden?
—Abandono del hogar conyugal. Mis hijos tenían hambre y
no había con qué saciarla. Los dejé a cargo de mi madre, encontré trabajo como
interna en una familia acomodada y di de comer a todos. Solamente libraba los
domingos por la tarde, no me daba tiempo a ir a mi pueblo. Mi marido me
denunció y…
—¿No estaba contento?
—Prohibí a mi madre darle nada para sus vicios.
Las respuestas disipaban el malestar. El que se iba a
ir se sentó.
—¿Una birra? —ofreció Ensio.
—Tropical.
—Yo prefiero una dorada.
No es de extrañar que Ensio cayera mal a Lolita; tomaba
la cerveza de los chicharreros. En Gran Canaria se bebe la tropical.
Hay pugna entre las islas «mayores». Los que acaban de
llegar lo ignoraban, y tampoco sabían que los ánimos estaban, entonces,
caldeados por los conflictos universitarios.
— ¿Por qué piensa que han dejado de buscarla?
Juan tenía prisa, pero la «dama» había despertado su
interés.
—Tengo una amiga que está liada con un policía.
Respuesta aparentemente poco satisfactoria, pero clara
para el grupo. En el archipiélago hay miles de personas en busca y captura. El
océano es muy grande…
Quedaba una duda al «testigo». La interrogada lo captó
al vuelo:
—Era muy fácil encontrarme en la casa donde servía,
especialmente cuando los señores se encargaban de enviar el sueldo a mi madre… Me
salía gratis. Así pasó, y fui detenida.
Angelita sintió la necesidad de aclararse:
—El arresto me salió muy caro. Fui despedida por la
lógica de que no podían acoger delincuentes bajo su techo. Yo dormía en el
desván… bueno…
Ahora sería difícil imaginar que alguien se horrorizara
ante semejante delito de «abandono de hogar conyugal».
—¿Por qué sigue en busca y captura si fue detenida?
—Me soltaron porque juré enmendarme.
—Y se vino a Las Palmas… ¿Por qué?
—¿Me quedaba algo más que el puterío?
—Bueno…
Las miradas de sus acompañantes enmudecieron a Juan. La
implicada dejó clara su habilidad para satisfacer a sus clientes:
—Me ficharon. Pedían certificado de penales para
cualquier cosa y, en cualquier caso, estás marcada. Busqué, como ahora,
cualquier tipo de trabajo, y mis hijos pasaron hambre hasta que me hice puta.
Parecía que ya todo estaba claro, pero quedaba una
pregunta.
—¿Por qué Canarias?
—Un juez cliente me dijo…
—… el océano es inmenso.
Saltaron, al unísono, sus compañeros de mesa. La
contundente respuesta hizo el resto.
—También tenía una amiga que se había venido, y
flipaba. Aquí no soy una mujer marcada, hay trabajo seguro, siempre quedan las
plataneras de La Palma… La cuestión era reunir pasta para el pasaje, lo que me
costó unos meses…
Volvió a ser interrumpida por el felizmente casado. Tenía
prisa para «almorzar» con su señora:
—¿Por qué le pusieron otra orden de busca y captura?
—Porque los primeros meses en Las Palmas no pude enviar
dinero. Esta vez mi madre también era denunciante.
Juan se quedó con la miel en los labios, pero las
parejas felices tienen horarios.
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