Ayer estuvimos en Bitácora.
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Iris, Julen y yo
necesitábamos un achuchón la mar que se
encuentra sobre la terraza que construyeron los antepasados en pura roca.
Lástima que no pudimos hacer fotos, te cuento; veíamos una mar que no se sentía
agredida y nos enviaba sus brisas cargadas de iodos, yodos y caricias, a través
del espacio que dejan las ventanas abiertas. Disfruté de calamares en su tinta,
casi “los jibiones con los que soñaba en “Las Casas Baratas:
Las Casas Baratas
¡Cuánto
dolor escuchaba durante mi infancia toda!
Julia
padecía de cáncer de estómago. Nunca conocí a Eduardo, su marido; éste estaba
en la cárcel.
El
sufrimiento se alojaba aquí mismo; ahora horribles bloques,
entonces Casas Baratas.
Mi
familia vivía, de alquiler, en el chalé de Pinillos; el número
cuatro de la calle Santa Eulalia de la “bonita aldea” que era, entonces,
Santurtzi.
Estábamos
separados por nuestra huerta de árboles frutales y por un alto muro. No
apaciguaban entre ambos los desgarradores quejidos de la enferma y
víctima de cruel represión por el grave delito de expresarse en euskera.
Ahora
tengo 74 años .Aquellos edificios fueron derrumbados en los 60s para construir
viviendas donde alojar a los miles que llegaban a
cubrir los puestos de trabajo que creaba el impulso de la industria de la
margen izquierda de la ría del Nervión.
No
estaba allí cuando el atropello; mi familia se mudó, a principios de los 50s, a
Santiago del Estero, Argentina.
Las Casas Baratas tenían
humanidad. Nada que ver con la exquisitez del chalé que disfrutaba, por
supuesto; pero tenían, cada una de ellas, un pequeño terreno donde secar
sus redes, cosechar sus verduras y, hasta, en algunos casos, criar cerdos o
conejos.
Eran
seis edificios construidos por una cooperativa de pescadores y, cada uno de
ellos albergaba dos familias.
Me
llegan los gritos del sufrimiento de Julia y de Eduardo.
Yo
era un niño y mis preguntas solamente encontraban evasivas que ahondaban y
escondían mis emociones. Comprendí muy bien que de eso no había que hablar.
La
Cuquí vivía en Las Casas Baratas, era unos años mayor que yo y
venía cada día para ofrecernos en venta lo que habían pescado su padre y
sus hermanos. No era mucho, pero unas cuantas familias estábamos muy bien
surtidas. ¡No creo que pueda volver a saborear esas delicias!
Yo
la reconozco de inmediato; tiene la misma mirada. Es posible que los años me
hayan marcado más; tengo que presentarme para que me identifique.
—
¿Has vuelto desde tan lejos y después de tantos años?
Nos
saltamos los preámbulos con agrado mutuo.
Siento
mucha prisa por averiguar lo que entonces me estaba vedado. El lugar de
encuentro ayuda, y mi interlocutora comprende el impulso que me ha traído.
Eduardo
era constantemente arrestado por negarse a hablar en
castellano. Las Encartaciones y la “Margen izquierda” habían perdido
su lengua aborigen y aquel hombre se obstinaba en recuperarla cuando Franco
había decidido aniquilarla.
Una
locura que me acerca más al personaje, como debió ocurrir con los miembros de
la cooperativa de pescadores pobres que le alojaron aunque no era del gremio
Lo
de Julia es una historia mucho más complicada. Solamente don Isidoro, ese
médico que se desplazaba en bicicleta y que con lo poco que recibía de
quienes pudieran pagar la “iguala” tenía para dejar dinero bajo la almohada de
Julia y de otr@s necesitad@s, aliviaba el dolor de esta mujer.
—La
pobre vomitaba casi todo lo que comía y se negaba a aceptar alimento alguno
hasta comprobar que sus tres hijos se habían saciado.
Un
suspiro nostálgico interrumpe a mi interlocutora. Es intenso y empático. Yo
estoy aún conmocionado cuando ella aclara:
—En
la barriada nadie entendíamos o hablábamos el “vascuence”, como se llamaba,
entonces, a nuestra lengua. Yo solamente la había escuchado en boca de Eduardo
o en la de las aldeanas de la Margen Derecha que venían, los
miércoles, a vender sus productos a Portugalete.
Mi
interlocutora se echa al monte
—A
la familia de Eduardo y Julia, pese a los miedos que infunde la represión, no
les faltó de nada. Además de la barriada y de las aldeanas, estaba
Saloña, que regentaba el hotel de Portugalete, por allí pasaba yo, los
miércoles, tras el mercado, él añadía dinero, morfina…, y
conseguía las citas con especialistas que don Isidoro consideraba
necesarias.
Ambos
guardamos el silencio de los homenajes del alma. Dejo de escuchar aquellos
alaridos que tenía enterrados desde mi más tierna infancia. Pienso en Mirentxu,
la hija menor de este castigado matrimonio; era de mi edad. A veces jugaba con
ella.
—
¿Qué ha sido de los hijos?
Pregunto
para disimular un afecto en el que nunca he querido ver algo más.
—Igone,
la mayor y Mirentxu, la pequeña, viven aún. No sé si sabes que el hijo
segundo murió en extrañas circunstancias.
Informa
mi interlocutora, muy consciente de que tendrá que responder a mis preguntas.
—
¿Por política?
—Por
droga.
Mi
expresión debió producir pena: la Cuqui se explaya.
—Algunas
generaciones de Santurtzi hemos sufrido el latigazo de esa lacra
en las carnes de nuestras carnes. Eso fue un rollo, pero, en el caso
del hijo de Eduardo, sospecho que el niño se inició con la morfina que robaba a
su madre; ya estaba metido en el tráfico antes de que éste nos impactara con
tanta saña, El “caballo” y la “coca” eran la medicina
contra las movilizaciones en las “provincias
traidoras” al Caudillo de España; ya sabes, Vizcaya y Guipúzcoa. La droga
mató a nuestros hijos e hijas. Es el caso de tu prima, supongo que te
enterarías…
—Claro
que me enteré. ¡Era la hija de mi madrina!
—Ya
ves…, Se traficaba y mataba a nuestra juventud en bares de bloques
construidos sobre los escombros de lo que
fueron las Casas Baratas!
Es
una madre que llora a sus dos hijos gemelos. Me lo cuenta entre sollozos la
desventurada.
Sin
falsos recatos nos dimos un abrazo.
—
¿Tienes hijos tú?
Me
pregunta ella.
—No
Respondo
como un autómata programado para el olvido; mi hijo murió en loca lucha contra
la dictadura de Vileda. La hija que me queda viva me culpa de ello, como lo
hace su madre; ambas estaban muy contentas con un régimen que aumentó su
riqueza. Tuve la suerte de encontrar ayuda para mi huida.
—No
tienes acento porteño.
Proclama
la Cuqui con ánimo de disipar la profunda tristeza que, pese a mis esfuerzos
por ocultar, transmito.
No
nos damos más abrazos; ella tiene una propuesta mejor.
—
¿Siguen gustándote los jibiones en su tinta?
—
¡Ya lo creo! Los echo de menos desde que murió mi madre. —Silencio de homenaje
y lamento—Aunque allí, por mucho que se esmerara la difunta, no sabían igual.
—Compruebo
que no te has hecho pijo.
La
Cuqui decide muy rápido. Desde luego, mi vestimenta no puede infundir a error;
formo parte de la plebe…
—Ayer
conseguí unos del Abra. No son como los de antes, claro. Te aseguro que no los
encontrarás mejores.
Esta
mujer malherida es capaz de volver a la vida a un moribundo. Me ha ofrecido los
sabores de entonces en su humilde .hogar.
—Me
queda una pensión de mierda y un sueño que pienso que compartimos tú y yo.
Yo
ya me había acostumbrado a utilizar el término de calamar para designar el
pescado que estaba comiendo. Aquí se dice jibiones y comprendo que se haga la
distinción; lo que degusto es específico.
—Ya
nada es como antes. Cuando yo era niña la mar llegaba hasta la iglesia.
—Cuando
nací ya habían iniciado el “relleno”, pero teníamos la playa del Igarillo, el
Rompeolas y un buen puerto pesquero ¡Lo echo mucho en falta!
—
¿Cuánto tiempo llevas sin venir?
—Desde
que nos fuimos…
—
¿Cómo has podido tardar tanto? Yo también tuve que irme. Ya no se podía vivir
de la pesca aquí y encontré un trabajo en Bélgica. Volví en cuanto gané lo
suficiente para comprarme este piso y un local pequeñito en el que puse una
tienda de comestibles. Con eso pude criar a mis hijos…
No
formulamos preguntas. Está claro que la “diosa fortuna” no se ha dignado,
siquiera, mirarnos. Difícil de comprender en su caso; con esos profundos ojazos
y con unos pechos que ha sabido conservar tan bien. ¿Qué decir de su arte para
preservar sabores?
— Sí,
la cosa andaba mal, la crisis de los setentas fue la espuela. Pasaron miles y
miles al paro; eso y la droga que nos habían metido…
Mi
anfitriona no se corta; está en su casa y esos ojos profundos
me llevan a contarme mi triste vida.
Solamente
tengo derecho a cobrar la pensión no contributiva; todo lo que encontré cuando
llegué a la España de la crisis mencionada por mi anfitriona fue un
puesto como profesor de inglés en una academia; no constaba mi existencia en
Hacienda.
¿Por
qué me resigne? Rollos de convalidaciones y poca motivación. Yo tenía cuarenta
años y un alma herida cuando regresé a la “madre patria.
La
Cuqui sabe sonsacarme:
—
¿Por qué no volviste a casa?
Me
cuesta confesar que no tengo “casa”; en su lugar le cuento los hechos. Claro
que quería venir a Santurtzi, pero solamente me salió trabajo en Lugo. Buscaban
nativos que supieran recurrir al espectáculo para mostrar que se puede enseñar
a expresarse en inglés sin torturar con explicaciones gramaticales.
Yo
había cursado mi bachillerato en inglés y gozaba de buen oído.
Tampoco se me da mal lo del espectáculo y, la verdad, vivía el presente…
Hay
un presente que se impone: los sabores de la anfitriona.
—Iker,
el nieto de Colas ¿recuerdas? El que trabajaba en Altos Hornos y que
vivía en las Casas Baratas porque su mujer, Encarna era
familia de pescadores?
Claro
que me acuerdo de Encarna y de Colás. Ella sigue con Iker.
—Tiene
buena jubilación pero sigue pescando. Aún existe ese espíritu de hermandad que
gozábamos en el puerto pesquero.
—¡Cuando
a nadie se negaba chicharro o sardina!
No
sé muy bien quién lo ha dicho antes. Era norma de la que nos enorgullecíamos En
efecto, no se negaba alimento a quien lo solicitara. He visto viejos mineros
sin trabajo que venían desde Encartaciones, los viernes, día de los
pobres.
Con
la expansión de la industria, en los cincuenta, muchos hombres y mujeres que
aún no habían logrado el codiciado trabajo, se abastecían de proteínas en el
puerto.
Había
gente que los llamaba “coreanos”, despectivo de muy poco gusto, puesto que
aludía al impacto de la guerra de Corea sobre una población acorralada por el
hambre.
La
Cuqui telefonea. Supongo que por respeto a mis “visiones”. Me equivoco.
—En
línea tu Mirentxu.
Dice
la vieja que morirá con las “botas puestas” ¿Por qué esa especia de
rubor me invade cuando me dispongo a atender la llamada?
—Vivo
en Romo, ya sabes, la escoria de Areeta, a dos minutos de la estación de Metro,
dame una semana para reunir lo que queda de los de
las Casas Baratas. ¿Dónde te alojas?
Esta
chica es tan expeditiva como la niña que conocí en los 40s, pese a que sufría
de bronquitis ya entonces. Soporta, estoicamente, mi tardanza en responder:
—En
una pensión.
—Tengo
habitación para ti en mi humilde casa.
Me
pierdo mientras las dos mujeres organizan todo.
—Precisamente
mis nietos, que viven en la zona de Neguri necesitan un buen profesor de inglés
y de matemáticas.
Dice
la voz que habla desde Romo.
Estas
mujeres han tenido tiempo de retratarme.
Añado
que soy inquilino de un viejo apartamento dentro de las murallas
de Lugo. Soy arquitecto, pero no he tramitado la convalidación; demasiado
ocupado con encontrar mi escritura…
Han
sido muy hábiles para sonsacarme, aunque carezco de reparo en mostrar mis
miserias.
Ellas
no ocultan para nada las suyas.
—Yo
no quería tener hijos, pero un cabrón de italiano me hizo trampas para dejarme
preñada y hacer de mí una esposa sumisa. De poco le valió…
La
Cuqui calla cuando suena el teléfono, es Mitentxu.
—He
conseguido que podamos reunirnos, esta noche los “cuatro gatos” que quedamos.
Estoy preparando la cena y hay todo lo necesario para recordar aquellos
maravillosos años.
No
vamos en el Metro. Es mucho más agradable hacer el trayecto a pie y recurrir al
Puente Bizkia para pasar a la otra orilla. Somos cuatro: Iker, el pescador
de los jibiones que habíamos degustado y Arantxa, su esposa, formaban parte de
los invitados a la cena.
Agradable
paseo, plagado de piscinas y de polideportivos. Me entristece ver que el puerto
pesquero haya sido enclaustrado.
—Antes
se podía pasar a la margen derecha, desde Santurtzi, en lancha. ¡Era más barato!
Digo,
para sacar mi nostalgia y también para intervenir en una conversación que había
dejado a cargo de la compañía.
—Creo
que aún se puede hacer.
Dice
Arantxa, supongo que sin intención de lanzar la conversación por otros
derroteros.
—Yo
lo hago.
Responde
la Cuqui, muy consciente de introducir desavenencias.
Están las ordenanzas
concebidas para proteger la seguridad de los viajeros, la polución, los
impuestos…
Toda
una retahíla que acumulan mis acompañantes y que agujerean, cual dardos, mis
sueños.
—Yo
puedo salir a pescar porque compartimos los gastos que pagamos de nuestras
jubilaciones los seis socios. Algo vendemos, pero como quien diría, a
escondidas. Se forman colas cuando atracamos. Hay demanda; ¡mucha! , pero no
nos dan tiempo.
—
¿Tú crees que estos pechos que se alimentan de tu pescado sufren de
enfermedad alguna?
Cierto
que esta mujer, pese a su avanzada edad tiene tetas espléndidas. De eso a
sacarlas en plena calle…
Parece
que soy el único en inmutarme. No me amarga el dulce, pero…
—
¡Las fatigas que he pasado con esa gente! Tenía que entrar por la puerta
de servicio, allí arriba, en el Campón y bajar hasta la cocina que se
encontraba ahí.
La
de los pechos señala un punto que se encuentra en uno de los palacetes que
quedan, ahora transformado en hotel, el de Oriol.
Su
historia es triste pero está llena de vida. No había cumplido los seis años y
fue la labor que se le había asignado. Esa gente regateaba y compraban poco;
como bueno, le regalaron unos zapatos que se le habían quedado pequeños a la
“señorita” que era dos años mayor que ella. Fue deseo insistente de su
anterior propietaria. La agraciada lo supo por la cocinera, y, pese
a las dificultades que habían impuesto para que viera a los “amos”,
expió hasta lograr rconocer, aunque de lejos, a su benefactora.
—
¡Siempre estaba muy triste!—Concluye la agraciada, y añade— Al final, nos
buscábamos furtivamente.
Recuerdo
el Campón, pasaba por allí en mi camino hacia el colegio. Encontraba los muros
que protegían el palacio de Oriol en lo alto de la colina. No podía ver el
edificio. Carecía de interés en hacerlo.
Ahora
veo en la obra sueños de adolescente frustrado que no asimila el
medioevo, el romanticismo y la sutil rigidez de la reina Victoria de
Inglaterra, pero mezcla.
—Sabía
que había magnates que pasaban temporadas en la zona. Nunca los he visto o
escuchado.
Digo
mientras trazo los rasgos que necesito para cimentar un potencial boceto.
Arantxa
observa con picardía. Silencio incómodo; ella y yo necesitamos presentarnos;
los otros se sienten excluidos.
La
Cuquí vuelve a mostrar su capacidad de deshacer entuertos:
—
¿Qué has visto en los garabatos que traza tan disimuladamente el “che”
Se
refiere a mí y dirige a Arantxa.
La
última me pregunta:
—¿También
pintas?
—
¡No!
Mi
respuesta tajante delata contrariedad escondida y la compañía reclama una
explicación.
—Los
sucesivos intentos han terminado en la papelera.
—El
planteamiento del boceto me parece interesante; en efecto, aquí se mezcla todo;
el niño rico que podía permitirse trabajar para los adinerados: este palacete
en 1904, el de Arriluze de Neguri, en 1911 o el de San Jexerén en Getxo. Es la
historia de una poderosa burguesía vasca que pasaba del carlismo al
franquismo.
—
¿Eso ves en los garabatos?
Pregunta
un marido sorprendido.
Yo
me siento conmovido y solamente pregunto.
—
¿Ves esos bloques de “siete padres” que se interponen?
Sí
lo hace y lamenta:
—Faltan las vías
y el puente para acceder a la otra dirección, que hace subir y bajar un montón
de escaleras. Habría que añadir la generosidad en el gasto en
polideportivos. Yo, a veces, me canso y me gustaría tomar el tren para
regresar. ¡No puedo con las interminables escaleras!
Es
una anécdota más en el caminar hasta el apartamento de Mirentxu.
Es,
sobre todo, un paso más, y certero, puesto que ya no somos
los de las Casas Baratas y “el del chalé” que está de
paso.
Nos
une un sentir que ha entrado en casa de Mirentxu.
—Os
esperaba
Dice
la anfitriona y continúa como si todo lo que está pasando nos ocurriera todos
los días.
—Nos
vamos al txoco
Éste
está preparado para que no funcione sino un móvil de emergencias situado lo
suficientemente cerca para que lo escuchemos-
Supongo
que nadie usa Whatsapp; cierto que las llamadas perdidas quedan
registradas. Se pierde una presunta espontaneidad virtual. Se recogen
hasta las migajas de la presencial.
La
cena exquisita. Lo demás mejor.
Después
del gozo del almuerzo mi estómago se muestra reticente a la ingesta. ¡Han
traído sabores y olores de entonces!
No
se trata de apetito o gula; surgen vivencias.
—
¿Por qué tiene tanto gancho el peronismo en Argentina?
Sentía
la pregunta en el aire, surgió en boca de Josune, la que nos esperaba en el
txoco.
—Dio
voz y voto a la mujer después de haber participado, activamente, en la
revolución de 1943, que puso fin a la Década Infame, tan mimada por la “Madre
Patria” y por los poderosos. Unió a sindicatos y a la izquierda. Todos los
esfuerzos de la derecha por quitárselo de encima fueron inútiles: consiguieron
derrocarle en 1945; la cólera ciudadana le rsecató de los jueces y
le devolvió al poder. Ese mismo año se casó con Evita.
La
mención a la última monopoliza la conversación y yo añado:
—Mi
familia emigró a Santiago del Estero, en 1952, porque un amigo de mi padre que
había hecho fortuna en Buenos Aires, puso un gran rancho que tenía tan lejos, a
nombre de mi padre, para evitar una muy probable expropiación; cobró hasta el
último céntimo de lo pactado, cuando antes la propiedad le suponía pérdidas…
—
¿Complicidad con los poderosos?
Es
Josune. No siento dardo alguno. Todo el mundo sabe aquí que mi padre no estaba
con la “Madre Patria”.
—Cumplimiento
de palabra. Allí había para todos. No entró la codicia acumuladora hasta…
Me
calla la emoción.
Hay
un silencio que comprende mi tragedia.
Aclaro:
—Me
siento peronista pese a todas las derivas. ¡Necesitamos, a gritos,
alguien que nos una para defendernos contra la dictadura de los mercaderes.
Lloro
lo que he escondido durante años y años. Yo conseguí librarme
de las garras de la dictadura. Mi hijo…
No
paran de usar el teléfono de emergencia.
La
Cuqui me empuja con amor a un escenario improvisado.
—
¡Enséñanos a expresar lo que sentimos en inglés!
Me
incomoda mostrar mis dolores. Siento la llamada escénica didáctica. Ya han
salido mis penas. Ahora necesito aportar mi granito de arena.
Tengo
tablas, una exquisitez humana que me agasaja y hay muchas ganas en el txoco.
¿El
resto?
Continuamos
nuestra velada en inglés y en gestual.
Suena
el teléfono de emergencia.
La
llamada es para mí.
—
¿Quieres quedarte en nuestra tierra?
La
voz se presenta: es Ainhoa, la hija de Mirentxu que vive en Neguri. Ante mi
silencio ella continúa:
—No
quiero que ama viva sola. Agradecería que aceptases su oferta de habitación.
Hemos visto y escuchado esa clase tan divertida. ¿Podrías hacer algo así con el
eusquera?
—
¡Es la lengua materna que me robaron!
Responde
mi herida, pero, me aplasta la duda del presente.
—
¿Cómo…?
No
me deja terminar. Explica:
—Por
el “teléfono árabe” que practicamos con larguísimos años de experiencia, mucho
antes de que existieran los móviles o los fijos… Ya sabes a lo que me refiero,
y por las nuevas tecnologías que nos han transmitido tu clase.
—
¿A quiénes?
Pregunto
sin espanto alguno.
—No
te preocupes, lamentablemente somos un grupo pequeño y lo nuestro no es
espionaje. Solamente nos cuidamos. La Cuqui ha visto en ti un buen compañero
para mi madre y también a alguien que nos buscaba.
Me
callo porque lo que escucho me vuelve a ese pasado que sepulto apenas se
insinúa. Julia y Eduardo sonríen.
Es
como el viaje en globo que me faltaba. Comprendo por qué nos cuentan que hay
que hacerlo antes de morirse uno.
Esto nos ayudó
mucho sobre la injusta decadencia de
Asturias, la maldición de Hernan Cortes
Gracias a l@s 332 que
acudisteis a la cita de ayer: https://carlos-ortizdezarate.blogspot.com/
Gracias a Iris
Gracias a ti
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