Mi hija Margot
Fue la séptima de mis hijos; me doy
tal embarazo que pensé en no tener más. Recordaré toda mi vida aquel 14 de marzo
de 1553, día en que nació esta niña cuya visión me asustaba por los síntomas de
debilidad que ofrecía la criatura.
Fue reponiéndose su salud, pero la
niña no me quería. Todos mis esfuerzos para atraerme su afecto encontraban
rechazo.
Tiempos muy duros, creo que para ambas.
La naturaleza humana es fuerte y, a
medida que crecía, una niña fea por la fragilidad se transformó en una belleza.
Pese a las circunstancias vigilé muy
de cerca la educación y me aseguré, como hacía con todos mis hijos de que
estuviera preparada para reinar.
La reputación de la hermosura,
elegancia y sabiduría de la princesa atrajo propuestas matrimoniales que
examinamos con cuidado; Felipe II, que había enviudado de mi hija Isabel el 3
de octubre de 1568.
También el rey de Portugal deseaba
casarla con su hijo.
Yo prefería el matrimonio con Enrique,
príncipe de Francia y rey de Navarra.
Consideraba que era una alternativa de
apaciguamiento en las Guerras de Religión y una alianza frente a las ambiciones
de los Guisa. Esta alianza tardó más tiempo de lo que yo hubiera deseado en
concertarse; era un peligro y mi vigilancia no estaba a la altura de las
circunstancias; en la primavera de 1569 se conjugó la traición del cardenal de
Lorena, la irresponsabilidad de una hija que escucha más sus apetencias
sexuales que los deberes que le impone su nacimiento y por supuesto, la
ambición de unos Guisa disfrazada por la
defensa del tierno amor contraído entre su vástago Enrique y la casquivana
hermana del rey.
Tanto yo como el
soberano infringimos severos castigos a la descarriada; no fueron
suficientes para apagar la pasión amorosa. Tuvimos que recurrir a extrema
vigilancia.
Margot enfermó en diciembre. Nos
asustamos y el rey y yo nos turnábamos a la cabecera de su cama, en claro
desafío a la epidemia de fiebre púrpura que se nos había metido en la corte.
Desde que la enferma empezó su
recuperación nos trasladamos a Angers.
Reforcé mi correspondencia con la
reina de Navarra.
Era cuestión de reforzar, puesto que éramos viejas conocidas, habíamos
compartido excelentes relaciones con mi suegro, Francisco I, con la hermana y
la tía de este, respectivamente Margarita de Navarra y Margarita de , lecturas de Maquiavelo…
Pero ambas estábamos atrapadas en los
gobiernos de territorios salpicados por esta condenada guerra de religión y de poder dentro y fuera de nuestras
fronteras. Tanto la una como la otra lo sufríamos en nuestras carnes.
La reina de Navarra y yo no
necesitamos preámbulos para concertar la boda de nuestros hijos. La reina Juana
murió el 19 de junio de 1572; a algo más de un mes de la boda.
¡Una lástima!, me dejó sola frente a
los dinamiteros que causaron el derramamiento de sangre que se produjo en
aquellas trágicas bodas que comenzaron con muy malos presagios el 18 de agosto
de 1872.
Las malas lenguas pretenden que yo
hubiera envenenado a mi futura consuegra o que de mí hubiera surgido la orden
de matar a los protestantes asistentes a unas nupcias en las que tantas esperanzas de paz habían
puesto.
Las grandiosas fiestas de tres días que con tanto celo había organizado para el
evento solamente gozaron de un día de esplendor, si omitimos los intentos de
los contrayentes para aguarnos el gozo desde el principio. Margot se obstinaba
en proclamar su catolicismo y su hermano el rey tuvo que obligarla para que
pronunciara el “sí quiero”. Enrique se negó a asistir a la misa.
Nada de extrañar que, al día siguiente
el almirante Coligny fuera víctima de un intento de atentado.
Después todo se torció y se produjo la
terrible masacre de la noche de San Bartolomé.
¡No quiero recordar aquella cruel
matanza en que las sañas me metieron!
Gracias a l@s 378 que
acudisteis a la cita de ayer: https://carlos-ortizdezarate.blogspot.com/
Gracias a Iris
Gracias a ti
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