Venezuela y yo
También yo fui
objeto de engaño en mi primera visita a Venezuela. Estaba invitado cada año a
participar en un congreso en Buenos Aires sobre “Teatro latinoamericano y
argentino”, en el teatro Cervantes.
Se celebraba en
agosto y me venía muy bien, porque se trata del único mes en que los profesores
universitarios españoles podemos viajar sin necesidad de pedir permiso.
Aquel año, mi
amigo desde que éramos estudiantes en la Universidad de Lille, Christian
Tourbez, se ofreció a acompañarme, pero quería que aprovecháramos el viaje para
tener una visión de América Latina. No era mala idea y encontramos una oferta
con itinerario sugerente: La Habana, Cancún, Río, Caracas y Buenos Aires.
El precio era un
poco caro y las estancias cortas, pero nos parecía una vista preliminar y no
podíamos ofrecernos mucho más.
El vicerrector
del alumnado, mi gran amigo Mariano Chirivella, se ofreció a ayudarme para
organizar nuestra estancia en Caracas; tenía una asistenta venezolana en el máster
de Turismo, del que él era fundador y
entonces director.
El novio de la
señora se dedicaba a ocuparse de turistas como nosotros y yo me contenté con
explicar que nuestro presupuesto andaba muy justo. Conocía a la señora,
habíamos sido compañeros en el máster que cursé hasta que me sentí apremiado. Mi
director de tesis me había dado el ultimátum para presentarla y defenderla. En
caso contrario tendría que esperar un año para hacerlo; él pasaría ese periodo
en Italia.
Tengo por
costumbre dejar libertad a l@s que contrato, siempre que haya confianza y tenga
certeza de que todo está claro. Era el caso.
Me equivocaba,
confiaba; lo pagamos muy caro y nos sentimos apresados por nuestro guía. ¡Se
nos hicieron eternos nuestros tres días en Caracas!, caímos en todas las
trampas que cuenta Iris y tuvimos que recurrir a préstamos para pagarlo.
Pelillos a la
mar. El incidente no ha sido revulsivo para otros viajes a Venezuela. He vuelto
varias veces, en el marco del desarrollo local limpio, solidario e identitario.
Me referiré a
uno de ellos. Aproveché las vacaciones de Semana Santa para visitar a dos de
los integrantes del equipo formado en el Grupo de Estudios Comparados
Euroafricanos y Euro latinoamericanos; soy fundador y presidente del mismo.
Carecemos de subvenciones y tenía que aprovechar buenas tarifas que pudiera pagar sin endeudarme. La visita a los dos
colaboradores había sido decidida porque hay que aprovechar las inversiones.
Uno de ellos
reside en Maracaibo, el otro en Calabozo. Tomé billete Las
Palmas/Caracas/Maracaibo/Caracas/Madrid. Dejé pendiente lo de Calabozo, entre
otras razones porque no había recibido confirmación del colega.
Mi estancia en
mi primer destino fue espléndida. Había reservado habitación en un motel que se
encontraba en un pueblecito cercano a la capital.
No
servían el desayuno hasta las nueve y yo, cuando estoy en Latinoamérica, me
levanto muy temprano, como creo que hace casi todo el mundo. Me ponía a pasear,
recogía mangas caídas de los árboles por maduras. ¡Qué delicia! Veía aborígenes
que se encaminaban a algún sitio. Seguí espontáneamente el movimiento. Se
dirigían a una pequeña tienda. Entré. L@s clientes preguntaban, con inquietud,
los precios. Después contaban, con miedo, los montones de billetes que
llevaban. Había gran inflación en Venezuela y aún no se había puesto en marcha
el bolivarismo.
Sentí
pena cuando vi que l@s pobres clientes tenían que reducir su lista de compra y
que minimizar las cantidades que compraban.
-
¿Qué se le ofrece?
Sonreía
el tendero. Yo no sabía dónde meterme. Tenía que contestar:
-
Un trozo de queso tierno…
-
Usted está alojado en el motel ¿Me equivoco?
-
No
-
Entonces no le han servido el desayuno. Yo no
sirvo café, pero lo tengo para mí. ¿Le apetece compartirlo?
Es
el mejor café que he tomado, Iris no sabe lo que se pierde.
Cuando
me dispuse a pagar solamente me cobró el queso, también una delicia. Me había
tomado tres cafés.
-
¿Y los cafés?
-
Es mi regalo. Le he explicado que no lo tengo
en venta.
-
En ese caso no podré volver a degustarlo.
-
Espero que no cumpla su amenaza. Aquí todos
apreciamos su compañía y en esta tierra hay que tomar buen café.
Acepté
la invitación; la necesitaba. Acerté y la decisión fue buena para tod@s. Compré
lo que client@s y tendero tenían en venta. Aún conservo algunos objetos que
guardo como oro en paño y disfruté de desayunos y de compañía que no hubiera
podido imaginar.
El
jueves embarqué para Caracas. Aún no había recibido la confirmación del colega
que me disponía a visitar en Calabozo, pero los billetes tenían fecha.
Descartaba la perspectiva de quedarme en
Caracas hasta la fecha de regreso a Las Palmas.
No
se trataba de rencor. Pesaba más la contrariedad. Las reuniones con el colega
de Maracaibo habían sido muy fructíferas y me habían abierto el apetito.
A mi
llegada a Caracas tenía una respuesta de Calabozo y se me sugería tomar un
vuelo al aeropuerto más cercano. No recuerdo el nombre. Nadie me había
advertido que Venezuela se paraliza a partir del Jueves Santo y así era: no
había vuelos o autobuses. Estaba lamentándolo en mi rincón. Alguien se propuso
para ayudarme.
-
Hay autobuses que circulan. Le da tiempo a
embarcarse en uno que le acercará a Apure. Desde allí encontrará combinación
para llegar a su destino. No son muy seguros o legales. Usted no me da la
impresión de asustarse por eso. Yo le llevo a la estación de esos autobuses si
gusta.
Me
llevó. Se negó a aceptar pago alguno.
-
Es mi buena acción del día; soy yo el
agradecido.
El
autobús no inspiraba confianza pero me sentí como en la pequeña tienda donde
había tomado mi desayuno los días precedentes. Era como en “Aquellos maravillosos
años”, cuando l@s español@s no nos considerábamos europe@s. Mis compañer@s de
viaje sacaban y compartían sus provisiones para el viaje. Acepté gustoso; tenía
hambre y las ofrendas tenían tan buena pinta como las delicias que había
degustado en la tiendina.
Entonces
no conocía a Iris. Mi costumbre es llevar una maleta de cabina. En este viaje
necesitaba una grande y, por supuesto, el ordenador, que es una extensión de mi
yo.
No
sentía inquietud cuando bajaba del autobús para fumar un cigarrillo; había
paradas frecuentes y gente que subía y bajaba, ninguna inquietud. Me sentía
arropado por l@s que se sentaban a mi lado.
Hubiera
sido ridículo temer por mis pertenencias cuando el vehículo estaba en precario.
No temía por mi vida. Siempre he pensado que las cosas pasan cuando tienen que
pasar y aquel no me parecía el momento de morir.
Un
predicador sentado en mi entorno me aconsejó.
-
No creo que haya salidas para Calabozo a la
hora que lleguemos. Si las hubiera no aconsejo que continúe viaje. Hay un hotel
de paso cerca de la parada. Enciérrese en la habitación y espere a que
amanezca. La noche es muy peligrosa.
Todo
el mundo estaba de acuerdo con el consejo. Se empeñaron en acompañarme al
“refugio”; me dieron alimentos para que aguantara hasta el amanecer y para
asegurarse de que se me alojara.
Pasé
mucho calor. La habitación carecía de ventana. Fue duro esperar hasta que se
hiciera la luz, pero bueno, llegué a Calabozo y tengo un recuerdo entrañable
del viaje.
Sentí
más miedo y rabia cuando ya estaba bajo la protección de mi anfitrión. No es
que no sintiera simpatía por éste. Todo lo contrario, le tengo afecto.
Tenía
una furgoneta de esas que parecen caras y seguras. Salíamos al amanecer y
hacíamos frecuentes paradas para recoger a l@s obreras, entre ell@s había
niñ@s. Viajaban apiñados en la trasera, solamente cabíamos tres en la cabina.
Pese a todo, circulábamos a excesiva velocidad que requería frenazos que
maltrataban a l@s que viajaban a la intemperie.
Francamente
me impactó la impunidad con la que podían cometerse tales tropelías. Eso no es
todo. El colega, que pretendía ser activista del desarrollo local limpio,
solidario e identitario era uno de los propietarios de grandes arrozales.
Los
niñ@s iban delante de la cosechadora, a muy poca distancia, para cazar las
ratas y evitar que estas destrozaran los motores. También vi aviones que
fumigaban los arrozales que habían sido cosechados, sin respeto alguno por las
tierras colindantes.
Debería
haberme informado mejor sobre nuestros colaboradores. No me siento culpable,
como he indicado, no había presupuesto y nuestr@s colaborador@s solamente
formaban parte de la red cuando habíamos comprobado.
Vi y
escuché muchas más cosas que me inquietaban. Un par de ejemplos:
Estábamos
sentados en la terraza de un restaurante cuando vimos que salía líquido de un
coche que acababa de parar. Era meada; lo comprendimos cuando salió el
conductor y nos explicó que acababa de atropellar a un pobre hombre. Respondió
afirmativamente a las preguntas sobre si la víctima vivía aún. A mi sorpresa se
le aconsejó regresar y terminar la faena: “es más barato el entierro que la
hospitalización”, argumentaban todos.
Pese
a todo, compartimos el jamón y el vino que había traído con los obrer@s y en
todo momento había excelentes relaciones. Yo hablaba mucho con ell@s; me sentía
arropado y disfruté mucho de su compañía. Mi anfitrión aceptó mi preferencia, y
estoy convencido que la suya y ya no tenía que soportar los restaurantes.
Comíamos las delicias que llevaban nuestr@s compañer@s. Era otro mundo.
Mi
anfitrión comprendió mi negativa a integrarle en el grupo, pero sentíamos y
sentimos mutua simpatía, pese a las desavenencias. Pensé y sigo pensando que
era y es víctima del “sueño americano”; de hecho su padre le había enviado a
USA para hacer sus estudios. Pensaba obrar bien, él había emigrado, por hambre,
de Galicia y con su trabajo; no cometía los atropellos de su hijo, había
conseguido reunir dinero para dar la mejor educación a sus hij@s.
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