El oro de Moscú
Tendría unos
nueve años cuando escuché, por primera vez, hablar de “Pasionaria”. Soy un septuagenario.
Mi abuelo
paterno había nacido en un caserón de Putxeta, en la zona minera de Vizcaya, allí
vivían las tías Pilar y Eugenia, y
algunos primos.
Se celebraba
el cumpleaños de la última y había una pequeña fiesta cuando llegamos. Mi padre
trajo queso fresco y membrillo. Cuando Sanidad no perseguía a los pastores de ovejas
de la zona, entonces muchos vendían sus quesos. ¡Aquellos maravillosos años!
Entonces
había sabores y paladares en la zona. Ahora hay refinerías y asfaltos pero aún
quedan caseríos y prados, faltan rebaños y brazos.
Echo mucho
en falta los sabores y éstos jugaron un
papel muy importante aquella tarde que escuché hablar por primera vez de
Dolores Ibárruri.
— ¡Mataron al gitano Antón!
Mertxe era una vieja rechoncha que, en procesiones,
lucía mantilla española.
Cantaba por bulerías, desentonaba en el ambiente y
atrajo mi atención a una conversación que antes no escuchaba.
—Dolores Ibárruri ha sido, toda mi vida, un ejemplo a
seguir.
Así se me quedó gravado el nombre de la “diva”
comunista.
Siempre he conocido a una tía Eugenia cheposa y ajetreada
en reponer la leña de una cocina baja,
única fuente de calor, en mimar aquellos exquisitos guisos, en servir comida y
bebida, en sonreír.
Fue un marido casi siempre borracho quien la dejó así a
fuerza de golpes. Ella siempre estaba allí, criaba sus pollos y conejos ¡Los preparaba
tan bien!
Pese a que nos cuidaba a tod@s, raramente participaba
en las conversaciones. Entonces lo había hecho con tanta vehemencia que me estremeció.
—Pues es una puta quien tras divorciarse del marido al
que juró fidelidad ante Dios, tomó un amante mucho más joven que ella y cuando
éste la plantó por otra más joven que él, no dudó en recurrir a las purgas
estalinistas para desterrarle a Polonia y para alejarle de su amante. Además
esa sinvergüenza se llevó el oro a Moscú. Gracias al Generalísimo…
Era Mertxe. Su odio me empujó a fijarme en la ilusión
que reflejaba el rostro de la tía Eugenia.
—No has probado las pastas que tanto te gustan. En
estas me he esmerado más para ti.
La homenajeada
tenía una sonrisa que invitaba y Mertxe cayó en la trampa, pastitas y
licor de tía Eugenia.
Silencio por glotonería de la una y por los miedos del
resto. No entendía nada, solamente escuché a la glotona, entre bocado y bocado:
—Pero si hasta Carrillo la llama “la vieja puta”
Supuestamente yo no escuchaba; me había acercado al
rincón de tía Eugenia con el pretexto de limpiarlo de cenizas. Estaba retirando
el pequeño banco en el que ésta se sentaba cuando ésta vino a sentarse en él.
Sabía que lo haría y no me sentí defraudado. Era su sitio y en esta ocasión su
refugio.
—Esa mujer me ayudó a aprender a leer y a escribir.
Reprendía y trataba de impedir las cochinadas que infringían los otros niños a
los presos.
Tenía que acercarme mucho para poder escuchar aquella
voz que trataba de esconderse en el silencio.
— ¿A qué presos?
Casi mi exclamación traicionó el pacto de “silencio”
Su respuesta me puso en guardia.
Los que estaban bajo la escuela infantil; tenían que
soportar meadas y escupitajos; los podíamos ver…
Dejó que saliera una lágrima que se obstinaba en salir
desde que escuchó los insultos de Mertxe. Muy fuerte debió ser la rabia que
sentía para que interviniera en la conversación, se la atrajo al “amor de la
lumbre”, como ella siempre decía, allí me encontró y me adoptó como confidente.
—Casi todos ellos eran de los nuestros, castigados por
defender los derechos que nos arrebataron los isabelinos.
Hablaba de las Guerras carlistas, lo sabía por
conversaciones que pillaba; al anular el fuero vasco, Isabel II había entregado
nuestras minas a los capitalistas, esencialmente empresas de Gran Bretaña, Francia
y Bélgica. Hasta entonces pululaban pequeñas extracciones de un mineral que se
encontraba al alcance.
Aún subsistían algunos propietarios medianos, como era
el caso de mi abuelo Antolín, pero la mayoría había sido expoliada y sometida a trabajos inhumanos y
mal pagados.
Eso sí, aprendieron muy pronto a defenderse.
—Había huelga tras huelga y desde la niñez se empeñaban
en mostrarnos la dureza de los Castigos. Podíamos verlos a través de tablones
que lo permitían. Dolores les hacía llegar lo que reservaba de las miserables raciones
que nos daban.
—Nos vamos.
Dijo mi padre y sus órdenes no admitían espera.
Nunca había besado a la tía Eugenia, hasta entonces me
asustaba. Pensaba que era una bruja. Acababa de descubrir su ternura y me
hubiera quedado conversando con ella horas y horas.
Desde aquel día, cuando visitábamos a las tías, me
sentaba, junto a ella, al amor de la lumbre. Tuve que esperar para enterarme de
quien era el gitano Antón. Lo del oro de Moscú ya me quedaba más claro;
solamente ignoraba que se lo hubiera llevado Pasionaria.
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