Hoy te regalo un cuento que no ha merecido la mínima atención de: http://clubdecultura.uned.es/2018/11/29/xxx-premio-de-narracion-breve/
No soy creyente y me he pasado la vida
haciendo mi lectura de san Agustín. A los 74 años me dispongo a escribir una tesis sobre la justicia en La ciudad de Dios
¡No he encontrado aún quién acepte
dirigirla!
Desconozco latín y griego y no puedo acreditar
mi formación filosófica.
Soy sociólogo y académicamente
autodidacta, más por “rebelde”, aunque la distancia y la “cuna” han jugado un
papel muy importante.
Nací en un pueblo pequeño de Burgos
llamado Riaño de Valdebezana, en abril de 1944. Mis padres; Consuelo y Eusebio,
tenían muy pocas tierras, una gran parte de las mismas eran alquiladas; no
daban entre todas ellas pan para mantener dos hijos; pero, mi padre
traía unas perras que ganaba como trabajador por cuenta ajena. ¡Así acortó
tanto su vida!
Mi hermano mayor optó, desde niño, por
aceptar la oferta del tío Florentino, un fraile bien colocado en la “Santa
Madre Iglesia”.
Quedamos los tres y me empeñé en que
tuviéramos pan suficiente para que padre no tuviera que empeorar una bronquitis
ya inquietante. Nos arreglamos para alquilar más tierras.
Madre se ocupaba del ganado, nos echaba
una mano en el campo y hacía el trabajo de casa.
Mi padre y yo, íbamos, cada
mañana, a la taberna; allí nos reuníamos, los hombres del pueblo, para tomar un
orujo que nos quitara el amargor del despertar, mientras las
mujeres preparaban el desayuno: patatas con un poco de manteca y pimentón.
Poco variaban nuestras comidas. Había que arreglarse con lo que teníamos:
patatas, centeno y los productos de la matanza de un cerdo que podíamos
permitirnos cada año.
Era duro, pero ya no existen esos
sabores: lo llaman ahora “patatas a la riojana”, ¡nada que ver! Más
productos y menos gusto.
Entones había que vender los huevos, la
leche, los pollos, los terneros y corderos y los cerdos de la camada que no
podíamos alimentar, para cubrir los gastos del vino para casa, de la taberna,
de la “iguala” de médico y veterinario, o de las medicinas; padre las
necesitaba, pese a que se empeñara en negarlo.
Me vienen estos detalles a la mente
porque en aquellos duros años yo viví la “Ciudad de Dios”.
Oficialmente me enseñó a leer Montse, la
maestra que nos daba clase a todos los niños y niñas del pueblo.
Felizmente era hijo de Eusebio y él lo
hizo con La Ciudad de Dios una de las obras que le había
regalado su hermano el fraile.
Aún conservo el libro No lo hago
solamente por una calidad de edición que no he vuelto a encontrar, sino por los
grabados artesanos que abrían y abren mi mente.
Mi familia no entraba en la iglesia,
padre y yo esperábamos en el pórtico hasta que terminara la misa; era el
momento del Concejo que reunía a los representantes de cada casa
Quedaba un espacio para que los niños y
niñas aprendiéramos de nuestros mayores la buena gobernanza de un pueblo pobre
que supo superar las profundas llagas que dejó la Guerra Civil; había un frente
en el monte La Maza de Bezana, en el que teníamos algunas tierras.
No se hablaba de esa guerra, pese a que
Tonio, un niño amigo, murió por el estallido de una bomba que había quedado
oculta en la maleza; ¡estaba jugando!
Aunque se ocultaba a los niños la
matanza de Argomedo del otoño de 1936, sabíamos que en este pueblo construido
en una de las laderas de La Maza, los “Nacionales”, tenían sus cárceles y entre
los ejecutados había vecinos de Riaño.
Don Ramón, el cura, nunca reprochó a mi
padre su abstinencia de la liturgia. Hablábamos con él de La ciudad de
Dios
El sacerdote también escribía con
mayúscula Concejo; los tres conocíamos la razón y yo sigo haciéndolo por lo
mismo.
Todo eso se fue. Más bien dejamos que se
fuera. En los 60s, una empresa apreció la excelencia de nuestra patata, y subió
el precio de la misma por su calidad como simiente.
Después, el pueblo descubrió la
rentabilidad de la leche. Las máquinas reemplazaban, parcialmente, el
trabajo de la pareja de vacas que utilizábamos. La última daba poca leche y
decidimos reemplazarla por vacas lecheras. Se perdió el gusto de la carne y de
la leche de aquellas.
Dejamos de ser pobres y cada vez
queríamos ser más ricos
Los que daban vida al Concejo se fueron
muriendo…y dejamos de ser “ciudad de Dios”.
Las centrales lecheras consideraron que
nuestra producción no alcanzaba sus niveles mínimos de rentabilidad de
desplazamiento para recogida y algo así debió de pensar la empresa patatera.
De repente nos encontramos con
dificultades para pagar las facturas provenientes de las necesidades que nos
habíamos creado.
Me encontré con un montón de fincas que
había comprado y que nadie quería.
Necesitaba trabajar por cuenta ajena.
Me valió la fuerza que había aumentado
porque tuve mucha prisa en reemplazar “la pareja” por vacas lecheras.
Me fui de Riaño con la seguridad de que
volvería.
Lo hacía siempre que podía; encontré
trabajo para carga y descarga de productos pesados, primero en Basauri;
desde Bilbao podía venir para sembrar y recolectar patatas.
Después encontré un empleo que
pagaba mucho mejor, en Rungis, el mercado central de París. Siguen
necesitándonos a quienes hacemos el trabajo de las bestias.
Además del gran aumento de salario, mi
horario laboral me permitía cimentar mi lectura del Padre de la Iglesia.
Era un autodidacta de la
Sociología hasta que se fundó la Universidad de Paris 8- Vincennes.
No tuve dificultades para pasar la
entrevista, requisito que se imponía a quienes carecíamos de documentación para
acreditar la titulación necesaria para matricularnos en la licenciatura.
En 1974 obtuve el Diploma de Estudios Avanzados
(DEA) Solamente me faltaba encontrar director o directora para iniciar la
tesis.
Esta última labor no se me está dando
tan bien, pese a la excelencia de mi expediente académico.
Me sentí muy defraudado en mis primeros
intentos.
La amargura me arrastró a la lucidez: no
estaba preparado para presentar un planteamiento de un tema tan polifacético y
dogmático y los profesores universitarios están muy centrados en su
especialización.
Los miedos circulan a su antojo en
terrenos tan abonados.
Pasaron los años; mi esposa, María y yo
quedamos con buena pensión de jubilación, teníamos un chalecito en Deuil-la
Barre y nos sentimos atrapados en el cuidado de los nietos.
Cuando los últimos dejaron de
necesitarnos, nos sentimos completamente perdidos.
— ¡Nos volveremos a Riaño!
Dijo María tras múltiples intentos
fallidos de sacarme de la inercia.
Lo hicimos al día siguiente.
Aquí nos esperaban nuestras casas y
nuestras fincas.
El ejemplar de La Ciudad de Dios
que había regalado el tío Florentino a padre era mi herencia más preciada y lo
había atesorado en la casa donde nací.
Lo primero que hice al llegar fue
quitar, con mucho cuidado, todos los envoltorios que tenían la misión de
proteger de polilla y carcoma.
Las imágenes, pese al desagradable tufo
del alcanfor, continuaban abriendo mi mente, como cuando era niño. Empecé
a descubrir rincones que ocultaba la obscuridad.
Un pasito que me llevaba a la
lectura de las copias de las actas del Concejo que había guardado mi padre
junto al libro.
Necesito aislarme del mundanal ruido que
provocan los motores de los coches de los cuatro vecinos que quedamos en este
pueblo que ya no da pan.
He subido a la Maza, monte integrado en
el Frente Norte que fue tan estratégico para los rebeldes y sus aliados
los italianos; desde la cima he visto a unos vecinos que supieron superar la
confrontación, impuesta por la guerra, en el Concejo. Así lo atestiguan
las copias de las actas que me he traído, y mi vivencia.
No he llegado a crear el planteamiento de mi tesis,
pero tengo claro el punto de vista
Gracias a l@s 401 que
acudisteis a la cita de ayer: https://carlos-ortizdezarate.blogspot.com/
Gracias a Iris
Gracias a ti
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