jueves, 27 de septiembre de 2018

CARLOS III: EL INESPERDO Las monedas de Cesar





Las monedas de Cesar

 —Así es, mi fiel amigo.
No me atreví a, siquiera a acercarme, aunque era claro que ambos necesitábamos el abrazo reconciliador y nos estábamos agobiados por  el peso de un protocolo que se interponía.

Al rey le pesaba una corona que se le había ceñido sin preguntar.

—Me alegré mucho verte en el séquito que me acompañaba a lo que sentía como mi “Monte de los Olivos”

El silencio se cargó de emociones compartidas.
Recordé aquel día en que el príncipe se había caído, en nuestra infancia en una corte española siempre alborotada. Le levanté con la suficiente rapidez. Nadie pareció  que percibir. sangraba un poco. Yo hice brotar la mía y nos hicimos hermanos de sangre.

El rey me mostró una de las monedas que se habían hecho acuñar en su nombre.

—Disponemos de poco tiempo, La Reina Católica me tiene muy bien controlado.

¿Se arrepentía de la confidencia?
No era el caso. El silencio se debía, probablemente, a la búsqueda de palabras.
—Necesito, con mucha urgencia encontrar respuesta a la ofensa que ha infringido a mis súbditos el acuñe de una moneda que les da por Cesar a su Majestad Católica Felipe V.

—Cierto que no ha sido muy afortunada la inscripción “De socio Princeps” en el reverso. Podría interpretarse que sois un vasallo del reino de España, situación extremadamente humillante  para vuestros súbditos.
Dejé que asimilara mis palabras. Necesitaba que sintiera que para su madre no era sino una pieza de su tablero. Yo hace tiempo que lo había hecho con respecto a la mía.

Él parecía responder a mis deseos. Lo vi en su rostro atormentado y me animé a continuar:
—Hay aciertos en la moneda; está el Vesubio en el mismo reverso y en el anverso dice muy claro: “Carolus Dei Gracia Rex Hispanirium enfants”. Sois rey por la gracia de Dios. Así lo afirmó, con la licuefacción  de su sangre san Jenaro, en presencia vuestra y en la del arzobispo Francesco Pignatelli.
—¿Tuviste algo que ver en el asunto?
¡La pregunta era tan inesperada!
—¡No!

Su mirada me regañaba.
Yo sabía que tenía que hacerme el tonto.

—La ampolla que contiene la sangre seca del tan venerado patrón de Nápoles está cuidadosamente velada por la Iglesia, por la Piazze
—Te hemos visto muy integrado con la última…
Eso ya lo sabía, ¡buenos esfuerzos había hecho para que se notase mi intimidad con los Lazzaroni.
Concentraba mis esfuerzos para hacer comprender al joven monarca que este pueblo despreciado por todas las instituciones con las que estaba dotado el reino y por la “diplomacia” de su real madre era su tabla de salvación.

Aprovechaba  un buen momento para transmitir el mensaje, el rey, una vez más, se había sentido vivamente contrariado por las políticas de la Farnesio.
Sufrimos juntos su primera herida cuando las “razones de Estado” nos habían arrebatado, en la flor de su infancia, a la única alegría que se expresaba en aquel sepulcro de nuestra infancia,  Marianita, como llamábamos, con cariño cómplice a la que fue prometida repudiada de Luis XV y desde el 19 de enero de 1729, princesa de Brasil.

Cuando la pobre niña  fue repudiada por Francia, en 1725, su alegría se había transformado en rencor por una madre que la abandonó en la crianza.

Esos odios hacían retumbar el Alcázar todo.
El último golpe lo acababa de recibir. Las órdenes de su Majestad Católica viraban al son de una diplomacia que cada vez ponía más en duda y que, además, contravenía proyectos de gobierno que tanto esfuerzo le habían costado.

Carlos no era amante de la guerra,le metió su madre en la misma, pero llegado a los ducados de Parma y Plasencia le había tomado gusto al gobierno, supo buscar “ministros” y consenso.

Él era un niño terriblemente asustadizo, enviado, como hicieran antes con la pobre Ana María Victoria, a cumplir una misión para la que no estaban preparados.
Se sentía solo.

No lo estaba porque, su hermano de sangre encontraba la manera de que resultase casual el encuentro del duque con los gobernantes adecuados.
No hacía la búsqueda yo solo.
Me ayudaba la red que heredé de mi madre , el cardenal Fleury y “Marianita”


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