Las monedas de Cesar
—Así es, mi fiel amigo.
No me atreví a, siquiera a acercarme, aunque era claro que ambos
necesitábamos el abrazo reconciliador y nos estábamos agobiados por el peso de un protocolo que se interponía.
Al rey le pesaba una corona que se le había ceñido sin preguntar.
—Me alegré mucho verte en el séquito que me acompañaba a lo que sentía como
mi “Monte de los Olivos”
El silencio se cargó de emociones compartidas.
Recordé aquel día en que el príncipe se había caído, en nuestra infancia
en una corte española siempre alborotada. Le levanté con la suficiente rapidez.
Nadie pareció que percibir. sangraba un
poco. Yo hice brotar la mía y nos hicimos hermanos de sangre.
El rey me mostró una de las monedas que se habían hecho acuñar en su
nombre.
—Disponemos de poco tiempo, La Reina Católica me tiene muy bien
controlado.
¿Se arrepentía de la confidencia?
No era el caso. El silencio se debía, probablemente, a la búsqueda de
palabras.
—Necesito, con mucha urgencia encontrar respuesta a la ofensa que ha
infringido a mis súbditos el acuñe de una moneda que les da por Cesar a su
Majestad Católica Felipe V.
—Cierto que no ha sido muy afortunada la inscripción “De socio Princeps” en el reverso. Podría
interpretarse que sois un vasallo del reino de España, situación extremadamente
humillante para vuestros súbditos.
Dejé que asimilara mis palabras. Necesitaba que sintiera que para su
madre no era sino una pieza de su tablero. Yo hace tiempo que lo había hecho
con respecto a la mía.
Él parecía responder a mis deseos. Lo vi en su rostro atormentado y me
animé a continuar:
—Hay aciertos en la moneda; está el Vesubio en el mismo reverso y en el
anverso dice muy claro: “Carolus Dei Gracia Rex Hispanirium enfants”. Sois rey
por la gracia de Dios. Así lo afirmó, con la licuefacción de su sangre san Jenaro, en presencia vuestra
y en la del arzobispo Francesco Pignatelli.
—¿Tuviste algo que ver en el asunto?
¡La pregunta era tan inesperada!
—¡No!
Su mirada me regañaba.
Yo sabía que tenía que hacerme el tonto.
—La ampolla que contiene la sangre seca del tan venerado patrón de
Nápoles está cuidadosamente velada por la Iglesia, por la Piazze …
—Te hemos visto muy integrado con la última…
Eso ya lo sabía, ¡buenos esfuerzos había hecho para que se notase mi
intimidad con los Lazzaroni.
Concentraba mis esfuerzos para hacer comprender al joven monarca que
este pueblo despreciado por todas las instituciones con las que estaba dotado
el reino y por la “diplomacia” de su real madre era su tabla de salvación.
Aprovechaba un buen momento para
transmitir el mensaje, el rey, una vez más, se había sentido vivamente
contrariado por las políticas de la Farnesio.
Sufrimos juntos su primera herida cuando las “razones de Estado” nos
habían arrebatado, en la flor de su infancia, a la única alegría que se
expresaba en aquel sepulcro de nuestra infancia, Marianita, como llamábamos, con cariño
cómplice a la que fue prometida repudiada de Luis XV y desde el 19 de enero de
1729, princesa de Brasil.
Cuando la pobre niña fue repudiada
por Francia, en 1725, su alegría se había transformado en rencor por una madre
que la abandonó en la crianza.
Esos odios hacían retumbar el Alcázar todo.
El último golpe lo acababa de recibir. Las órdenes de su Majestad
Católica viraban al son de una diplomacia que cada vez ponía más en duda y que,
además, contravenía proyectos de gobierno que tanto esfuerzo le habían costado.
Carlos no era amante de la guerra,le metió su madre en la misma, pero
llegado a los ducados de Parma y Plasencia le había tomado gusto al gobierno,
supo buscar “ministros” y consenso.
Él era un niño terriblemente asustadizo, enviado, como hicieran antes
con la pobre Ana María Victoria, a cumplir una misión para la que no estaban
preparados.
Se sentía solo.
No lo estaba porque, su hermano de sangre encontraba la manera de que
resultase casual el encuentro del duque con los gobernantes adecuados.
No hacía la búsqueda yo solo.
Me ayudaba la red que heredé de mi madre , el cardenal Fleury y
“Marianita”
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