martes, 25 de septiembre de 2018

Carlos III:EL INSPERADO. La forja de un rey




La forja de un rey



Palermo, 1734

—¿Por qué me hiciste creer que el cardenal Fleury era tu tutor por correspondencia?

El rey de las Dos Sicilias ya no era el niño asustado al que estaba destinada la leche de los pechos de mi difunta madre.

—Su Majestad vuestra madre recibió confirmación dos semanas después de que yo lo anunciara.
—Pero…

No hacía falta que mi interlocutor continuara.

Se tomó tanto tiempo para contar vaguedades que me dio tiempo y motivo para pensar mi respuesta.
Sabía que la intrigante consorte no le había informado de sus pesquisas, entre otras cosas, porque cuando yo me agarré al Abad, como llamaban cariñosamente al ministro de hecho de Luis XV. Era la única tabla de  salvación que  estaba tramando  con Austria su Majestad Católica, con la firma de los tratados del 30 de abril y del 1 de mayo de 1725. 

Madre me los había hecho memorizar, como ejercicio de mala fe por las dos partes, y para que aprendiera a desmontar entuertos.

El cardenal Fleury, cuyo gobierno se obstinaba en defender la paz, no estaba dispuesto a sacrificar a Francia, perjudicada por las concesiones que había hecho la Farnesio al emperador de Austria, Carlos VI, en materia de comercio con las colonias ultramarinas españolas. Lo mismo ocurrió con su homólogo inglés Walpole.

Ambos no hicieron esperar mucho su respuesta ; el 3 de septiembre, firmaron una alianza militar en Herrenhausen, a la que se unieron los otros perjudicados por las ambiciones de la consorte española: Holanda y Prusia y los aliados de los firmantes.

Las locuras que cometió la Farnesio para obtener coronas para sus hijos estaban arruinando España, aún más que lo hicieran las luchas entre la madre, la esposa y el hermanastro bastardo reconocido   de Carlos II…

Fleury y Wallpole no estaban dispuestos a permitir que la pólvora incendiase, una vez más a  Europa.

La reina, aquel día que ha marcado mi orfandad, necesitaba a Fleury, mi supuesto tutor por correspondencia, y tuvo pronta confirmación de la certeza de mi afirmación.
Así quedó claro cuando la imprudente consorte cambió de bando y firmó el Tratado de Sevilla, el 9 de noviembre de 1729: Francia, Inglaterra y España en nombre de la paz y de la amistad, se comprometían a la defensa mutua.

La Farnesio aprovechó el tratado para minimizar los impedimentos que ponía su precedente aliado a la toma de posesión del príncipe Carlos del ducado de Parma y del archiducado de Toscana.

Para entonces mi correspondencia con el cardenal era lo suficientemente fluida y segura como para que aquél me considerase agente de su confianza y se asegurara  de   mi supervivencia, educación  y cercanía con el infante.

—¿Por qué insistió tanto el cardenal en que me acompañaras a Italia?
La pregunta me pilló de sorpresa. Se diría que mi real interlocutor se acercaba al blanco. ¿Me había descubierto?
—Hace tiempo que vuestra Majestad hubiera estado al corriente de mis relaciones con el primer ministro francés si no hubiera sido alejado, como fui, de vuestra compañía, desde aquel fatídico día en el que perdí a mi madre.

El rey de las Dos Sicilias guardó un silencio que quería ocultar su pesar. Aquel que sentí cuando se llevaron a París a su querida hermanita, Mariana Victoria, a sus cuatro añitos, como prometida de Luis XV, en 1721.

—Gracias, amigo. Yo no te había olvidado. De hecho he seguido muy de cerca tus andaduras…
Su majestad tenía dificultades para callar las presiones a las que estaba sometido.
Reunió fuerzas para preguntar.

—¿Cómo te las has arreglado para que tu correspondencia escape a la censura y para facilitar que mis “guardianes” me hicieran llegar tus mensajes?
—Intuyo que su majestad me ha hecho llamar por otra razón.
Me atreví a insinuar.

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