La Farnesio
Estaba muy asustado.
Sentía que ese retoque que se estaba aplicando madre, pese a la
excelencia del resultado, era el último.
Tenía que comunicarme algo y le quedaba, apenas, un chorrito de vida.
—La reina está muy bien asesorada por Alberoni y centran su política
internacional en los territorios italianos; los que España perdió, por el
Tratado de Utrecht, en 1713, los que ella pensaba transmitir a su primogénito,
Carlos, como heredera certera del ducado de Toscana y los que pretendía
arrebatar a Saboya.
—Me queda claro, madre, recuerda que lo hablamos cuando te comenté lo
que había escuchado en el laboratorio de la reina; indicaba al príncipe que le
dejaría un legado mayor a el que podía transmitir. Recordaste que las políticas
de la reina estaban encaminadas a atribuir a su hijo los territorios que
conquistaban en nombre de una corona española que deberían heredar sus
hermanastros. Alberoni y la Farnesio han metido España en batallas que carecen
de objetivos españoles y que contrarían a Francia…
Madre afirmaba con cada vez mayor debilidad.
Descansaba para recuperar
unas fuerzas que necesitaba para dejarme
clara mi misión.
—Tienes que lograr que el príncipe sea un buen rey, gobierne donde
gobierne. Espero que en España, ¿no ves cómo van muriendo los
hermanastros?
Agarré la fría mano que pronto me dejaría huérfano.
Quería ahorrar esfuerzos.
Ya no tenía alientos.
Pero, antes de que exhalara su alma lanzó un grito.
—Han muerto nuestros apoyos, te dejo blindado con la Farnesio. Has
sabido ganarte al príncipe. Haz creer a la reina que eres su agente y utiliza
tus excelentes relaciones con el
príncipe para hacer de él un buen gobernante. Ahora vete. Quiero que tengas de
mí este recuerdo.
Recompuso su elegancia y me dejó claro que no admitía el incumplimiento
de su orden.
Me sacaron de su alcoba.
No recuerdo quién fue.
La reina me reclamaba.
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