La princesa de Brasil II
Marianina y yo tuvimos correspondencia privada y sin censuras desde un
mes después de su llegada a París.
La Palatina estaba de por medio y el Regente, su hijo, necesitaba
mantener el entusiasmo en una niña a la que imponía una dura agenda; era el espectáculo que necesitaba
para hacer olvidar la quiebra económico que había creado su gobierno con el
desastre del sistema Law, un economista que se había traído de Escocia.
Este hombre llenó unas arcas que las guerras de Luis XIV habían dejado
vacías, hacer de la Bolsa de París el centro mundial de la especulación y
enriquecer a ricos y no tan ricos, en Francia corría a chorros, un papel moneda
avalado por acciones de la Compañía
francesa de las Indias Orientales que subían vertiginosamente de precio; un chollo.
Todo se vino abajo cuando la fiebre de ventas hizo caer el precio de las
acciones por los suelos.
Law huyó protegiéndose vestido de
mujer.
Francia volvía a estar en bancarrota, pero el regente y la “supuesta”
dama habían hecho su agosto.
No faltó nada a la alegre princesita, excepto el tiempo para una
educación que ella siempre rechazaba; su escritura fue toda su vida la de una
niña que se agarra a esa infancia arrebatada.
Claro que conocía de memoria el mensaje que había recibido el rey Carlos
de nuestra “Marianina”.
Ésta estaba en su primer embarazo y temía que la gestación no llegara a
buen término; los médicos aconsejaban reposo y aire fresco y limpio, sus
suegros, los reyes se oponían a que abandonase el palacio real.
La princesa de Brasil tenía letra y ortografía que causaban escándalo,
pero ¡tenía una lucidez!
En muy pocas y llanas palabras explicaba a su hermano la necesidad de
liberarse del yugo de una madre incompetente y con delirios de grandeza. Su
suegra así se lo había hecho comprender: “No es sano que una mujer tenga relaciones
sexuales antes de la pubertad”
Había anunciado María Ana de Austria, la reina de Portugal, el mismo día
en que se produjo la entrega de las princesas , enero de 1726: Marianina por
parte española y María Bárbara de Braganza por parte portuguesa.
Ambas estaban destinadas a reinar por sus matrimonios con los príncipes
herederos, respectivamente, Pedro, y el hermanastro de la princesa, Felipe.
Nuestra “Marianina” tenía 11 años y su suegra decretó que no tendría
relaciones sexuales hasta que tuviera la prueba de que la futura madre de sus
nietos había tenido su primera menstruación.
La Farnesio tenía mucha prisa en que su hija diera un heredero al “reino
amigo” de Portugal y acosaba a la princesa. La última, aún resignada a la
obediencia como única supervivencia, imploraba el permiso de su suegra. Esta,
al final cedió y concedió el permiso
cuando su nuera cumplió los 15 años, Era impúber, pero los argumentos y
amenazas de la Farnesio, le hicieron ceder.
El mensaje era muy claro. La princesa de Brasil expresaba sus temores de
que el fruto de su vientre pagara por no haber sido ella misma capaz de
liberarse de las órdenes de una madre estúpida y voraz.
“Yo sufro en mis carnes el castigo de un embarazo precoz”, venía a decir
la pobre niña aterrada, “espero que la criatura no pague por mis debilidades”,
concluía con su escritura defectuosa, que tanto el rey como yo traducíamos a
nuestro lenguaje de “adultos”.
—Ahora quemaremos los papeles aquí.
Dijo el rey de Las Dos Sicilias mientras señalaba la chimenea.
—Supongo que no pondrás obstáculo.
Añadió el amigo casi ya sin voz por el abrazo que nos trasportaba a
aquellos felices años que nos regaló nuestra Marianina.
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