lunes, 22 de octubre de 2018

CARLOSIII:EL INESPERADO EL Gobierno de los primeros Borbones I




El gobierno de los primeros Borbones I

Mismo lugar, el día después.

—¿Qué quería ese?

Peguntó Julia cuando nos sentábamos para desayunar.

No habíamos madrugado; el maldito fraile puso  tesón en su resistencia a irse y la necesidad de limpiar la casa de cualquier huella de tan insoportable visita alargó nuestra vigilia.

—Ni idea…

Dejé pasar unos segundos para concluir:

—¡Tenemos que irnos!

—¿Por qué le has mencionado a Carvajal?

Preguntó Julia en pura constatación de mis miedos.

Sí, había desvelado al jesuita, con mi estúpida intervención, que conocía la correspondencia que mantenía el embajador con el intrigante ministro Carvajal, y mis fuentes de información se deslumbraban en una conversación jesuíticamente controlada.

Julia y yo no nos dábamos pena y nos negábamos a comer jesuita.

No buscábamos riqueza o poder, por eso nos fuimos de las cortes, pero éstas nos consideran, con razón, enemigos…

—Por la boca muere el pez y dejar ver que conozco las maniobras del duque de Huéscar, actual duque de Alba y de Carvajal, es altamente peligroso.

Ensenada, Carvajal y el duque de Alba han dejado sus manazas en las políticas de los primeros borbones españoles, porque Wall tomó la sucesión del segundo a la muerte de éste, el 8 de abril de 1754.

—Decididamente tenemos que marchar; sabemos demasiado…

Dijo Julia al mismo tiempo que me regalaba su primera sonrisa del día.

—Cuanto antes

Respondí tranquilizado.

—¡Calma! El fraile tiene para rato. No necesitamos tanto tiempo para encontrar un refugio…

—¿Cómo sabes que el prójimo tiene para rato?

Pregunté dejando asomar inquietud.

—Sabes que no soy amante de los venenos, nada que temer, pero las gitanas tenemos nuestros trucos…

Los jesuitas no hicieron ascos a las redadas de los gitanos decretado por Ensenada.

Fue una decisión que causó decenas de miles de víctimas.

¿Por qué?

Porque el señor ministro “ilustrado” gustaba del espectáculo y ya no se podía escenificar la “pureza de raza” en cacerías de judíos o moros porque, según él, el pueblo adora revolcarse en la sangre; porque necesitaba mano de obra barata para esos astilleros en los que había gastado una fortuna; y porque tenía que sanear el erario público, que logró, en pequeña medida con los trabajos de las mujeres y de los niños gitanos.

En algunos casos, las víctimas aprendieron oficios, incluso lucrativos. Ese sería el argumento del jesuita, sin duda.

La mirada de Julia me atrapa para decirme que ella no teme a Ensenada, a Wall, o a Carlos III. El jesuita la asusta, pero sonríe y explica:

—Mira lo que hicieron con los guaraníes.

Mi compañera guardó un silencio que le reservaba turno de palabra.

— Callaron y dejaron solo a Ensenada en la queja sobre el Tratado de Madrid de 1750 en el  que Carvajal los cedía a sus enemigos los portugueses.

 

—La pagó Ensenada, porque el mismo rey de las Dos Sicilias que le encumbró a la nobleza marcó su caída en picado.

—¿Piensas que los jesuitas tuvieron algo que ver en tal decisión?

No había susto alguno en la pregunta de Julia y desde luego, ambos conocíamos la gran influencia que tenía en aquellos tiempos el confesor jesuita.


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