La batalla de Veletri
Hubo cambios en Nápoles, pero …
La zarpa de la Farnesio aún se hacía sentir en un rey de las Dos
Sicilias que cada día veía los frutos de sus propias políticas de buen
gobierno.
Hubo que esperar a los excelentes resultados que obtuvieron aquellas; al
11 de agosto de 1744 para que quedara patente, en Nápoles y en la orbe toda,
que estas recetas tenían mejores resultados que las intrigas de los grandes poderes.
El milagro comenzó a germinar desde nuestra llegada a “casa” tras el
abandono de nuestros aliados para salvar Nápoles, aquel fatídico 1742 en el que
se produjo la muerte de la hija primogénita de Sus Majestades de Las Dos
Sicilias.
Nuestra llegada a Nápoles, unos meses antes, reservó a su majestad una entrada más entrañable que cualquiera de
las que le donó Roma , en sus más gloriosas batallas, a Julio César.
“Las guerras de Las Galias” estaba entre las lecturas del infante
adolescente.
Lo sé porque tuvimos que tragárnosla en Latín.
En su cara y en su gesto ví al general-político romano. Aún sin toga y
con una “tregua”, Nápoles recibió a su “representante en la tierra”
La milicia de Palermo nos escoltó hasta nuestra llegada a palacio. La
muchedumbre nos ensalzaba.
La sangre de San Jenaro, dicen, adquirido rojez nítida.
Solamente puedo indicar que aquel día, Nápoles y sus reyes vimos
claramente que teníamos que defendernos frente a la inquietante voracidad que
estaban mostrando las viejas y las emergentes potencias.
La retirada de la Guerra de Sucesión de Austria no debía animar a este
imperio en sus conquistas en la península itálica
No podíamos esperar ayuda procedente de bando alguno.
Así lo dejó claro, cuando anunció a Sus Majestades Católicas que había
tomado la decisión de salvar su reino.
Pese a que los destinatarios le
habían puesto un buen guardián: Don José Joaquín Guzmán de Montealegre y Andrade,
marqués de Salas: personaje que ostentaba el cargo de “Secretario de Estado del reino de Nápoles”.
Nada podía hacerse sin él, pero logramos una mayor complicidad de la que
esperábamos.
La Farnesio no había dejado de ser italiana.
Su agente en Nápoles supo transmitir el fervor que inspiraba el rey, su
hijo y la “Reina Católica” comprobó muy pronto los avances.
Nápoles dejó muy pronto de ser un “castillo de naipes”; se transformó en
una fortaleza y en una locomotora del reino de las Dos Sicilias , recaudó
dineros para subvencionar un ejército que hizo bullir la esperanza en una
península italiana demasiados años troceada por los imperios.
El rey Carlos se había trasformado en un símbolo de liberación desde que
empezó a gobernar los ducados de Parma y de Plasencia.
El ejército del Rey de las Dos Sicilias se había esculpido en las
guerras que entronizaron al infante.
De hecho, Montealegre se las vio y deseo para retener los ímpetu del
último para parar la bota Austriaca y para avisar a las potencias que “su
tierra” se defiende.
Cierto que se estaban produciendo avances en un tiempo breve, pero, el “Secretario del reino de Nápoles consideraba necesario esperar
hasta que las arcas dieran más margen.
El 24 de marzo de 1744 Su Majestad de las Dos Sicilias tomó sus propias
medidas.
Puso a salvo la familia real en la fortaleza de Gaeta.
Anunció a sus reales padres su decisión de entrar en guerra contra sus
enemigos, los austriacos y de unir sus tropas a las españolas en Abruzzo.
Ya estaba hecho.
Llevaba 25 batallones y quince escuadrones.
Las opiniones sobraban.
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