Antonio Genovesi
Este hombre logró la cátedra de Comercio y Mecánica, en la Universidad
de Nápoles, en 1754.
No existía esta materia, hasta entonces, en otras universidades.
Desde 1744, Nápoles comenzó una sólida transformación.
Don Carlos y Doña Amalia eran de la sangre de San Jenaro y del mismo
Julio César y, por tanto trajeron prosperidad, bien hacer, negocio, trabajo y
felicidad.
Curioso que Nápoles fuera el primer lugar donde se dignificaran el
comercio y la mecánica, eso siempre ha mandado por doquier, pero la Santa
Madre, Iglesia, vamos, Roma, no parece desear hablar del tema.
¿Quiere esto decir que los reyes de la Dos Sicilias no fueran buenos católicos?
Lo eran, pero, también eran ilustrados y napolitanos.
La cátedra creada para Genovesi había sido iniciativa privada, pero
Doña Amalia y Don Carlos acogieron al profesor en su Consejo económico.
Sí, había una Ilustración italiana, el “Iluminismo” que retozó en el “Risorgimento”
de una nación que compartía la lengua toscana.
Además, los ilustrados italianos se centraban en el “facere”, en la
psicología racional.
Buscaban los pilares de la historia o la razón de ser del Derecho.
Nápoles era un hormiguero de “iluministas”:
Giambattista Vico, iniciador de la filosofía de la historia, sin dejar Nápoles hasta su muerte, en 1744
había dejado bien marcada su huella.
Doña Amalia fue una buena interlocutora y, aunque desdeñaba meterse en
política, le encantaba ayudar a “encuentros” de su agrado y no ponía reparos a
mis sugerencias.
Sus majestades eran profundamente católicos y estaban enamorados como
dos tortolitos.
Nada que objetar, en este aspecto, pero…
Estaba Marianina, la hija que habían perdido por las prisas de la
Farnesio, y eso duele en las propias carnes.
Un imperio que no sabía
defenderse y carecía del amor que ellos profesaban a su pueblo no podía ser su
guía.
El amor de estos reyes se esculpía en la buena gobernanza de la tierra
que les había tocado gobernar.
La reina aceptó muy gustosamente el encuentro con el ilustre catedrático
de la Universidad de Nápoles.
—¡Me apetece muchísimo!
Guardó un minuto de silencio, como si quisiera rendir homenaje.
—Mis disculpas por no haber puesto antes este encuentro en mi agenda.
¡Estamos aprendiendo!
Se interrumpió en una excusa que buscaba un resumen claro.
¿Se sonrojaba?
No tal y en todo caso, encontró rápidamente la respuesta.
—Leí el “Tratado de Dinámica” de d'alembert's. Vivo esa inercia generada por la materia que nos aísla de
la energía que nos ofrece la vida. En Antonio Genovesi veo una salida…
El día que asistimos la reina y yo a clase del catedrático, éste estaba
echando unos buenos rapapolvos a los responsables de que bajo Nápoles había un
depósito de cadáveres y que los primeros cristianos no lo eran menos que
nosotros alejando sus muertos para protegerse de contagios y de la peste que
sufrimos.
Doña Amalia y yo evitábamos signo alguno que nos pudiera identificar.
Supongo que nuestra presencia era inadvertida, además, nos sentábamos en
bancos dedicados a los alumnos oyentes.
El profesor, a continuación exaltó al rey Carlos por su interés en
desenterrar restos de la Italia gloriosa.
“La inercia impregnada en la materia se vence con un estudio racional de
los hechos que nos atan. Un gran paso es vencer los miedos”
El docente miraba a la reina sin disimulo mientras decía:
—Nápoles tiene que agrandarse para dejar de ser un ataúd, para ello se
necesita capital; tenemos ocultos testimonios de nuestra grandeza; hay que
sacar a la luz esa historia para que mejore nuestra autoestima machacada por
siglos de ocupación. Este será nuestro motor de arranque…
—Se acusa a d'alembert's de reducir la dinámica a la estética.
Dijo la reina.
—Los alumnos oyentes no tienen voz.
Dijo el bedel.
—La estética es el antídoto a la inercia.
Respondió el profesor.
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